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Abrasador amor marchito

'La clausura del amor' pasó como un ciclón por Barcelona y en noviembre llegará a Madrid Israel Elejalde y Bárbara Lennie: el choque de dos rocas incendiadas

Marcos Ordóñez
Israel Elejalde y Bárbara Lennie, en una escena de 'La clausura del amor'.
Israel Elejalde y Bárbara Lennie, en una escena de 'La clausura del amor'.Pep Herrero

De La clausura del amor (La clotûre de l’amour, 2011) se sale conmocionado y felizmente exhausto. Es una función feroz y dolorosa, redimida por la belleza obsesiva del texto de Pascal Rambert, por el bombeo rítmico de sus embestidas, que en la versión de Coto Adánez suenan como chorros de piedras, y por la intensidad, el coraje y la entrega de las interpretaciones, a pelo, frente a frente, de Israel Elejalde y Bárbara Lennie. Su estreno en el Lliure barcelonés, en el pasado Grec, siguió la pauta de las grandes noches: un silencio denso y creciente y una ovación sísmica, salpicada de bravos, que se mantuvo durante una docena de saludos. Creo que esa va a ser la tónica de todas sus representaciones.

Estamos en una sala de ensayos, bajo la claridad helada de los fluorescentes. Luz blanca, suelo blanco. Los protagonistas son una pareja de actores y se llaman Israel y Bárbara. La obra tiene una estructura endiablada. Él la ha citado allí para decirle que se va, que ya no la desea, que todo ha terminado. Durante una hora él habla, y ella, muda, escucha, recibe y muestra los impactos; en la hora siguiente se produce un idéntico trabajo de demolición, aunque ella no logra creer que sobre su historia haya que poner el cartel de “Cerrado por derribo”.

Es dificilísimo defender ese personaje como lo hace Israel Elejalde, mostrar a la vez su basura y su angustia

Cuando llevas un rato escuchando las palabras del hombre piensas: “Que la deje es lo mejor para ella: ese tipo es un egocéntrico salvaje, un puto loco”, pero también da una pena grande lo ciego y lo loco que está. Tiene algo de la intolerancia absolutista de Alceste en El misántropo. Todo o nada: el amor ha dejado de ser “un fin de semana permanente” para convertirse “en un cadáver, y tú llevas su piel”. Hay que ser muy cabrón para decir lo que dice, un cabrón incapaz de amar. Quiere arrasar lo que ha sido ese amor, cortar de raíz cualquier posibilidad de retorno: la despedida como un ataque a la bayoneta, donde ver, dice, “la muerte en los ojos del otro”. Su monólogo sigue una tradición (y una forma) muy francesa. Alceste, sí, y también las imprecaciones furiosas de Céline, las espirales retóricas de Koltès, el narcisismo enfermo de Alexandre (Jean Pierre-Léaud) en La maman et la putain, la hosquedad violenta de Maurice Pialat en No envejeceremos juntos. Seres incapaces de sujetar y sujetarse, que se escuchan hablar y quedan despellejados cuando se les acaban las palabras. Y en el fondo del fondo, Strindberg. Un resentimiento atroz hecho de miedo, miedo a esa mujer que le supera por la fuerza de su amor y la fuerza “sin igual” de su cerebro: eso es lo que profundamente no soporta de ella. Es dificilísimo defender ese personaje como lo hace Israel Elejalde, mostrar a la vez su basura y su angustia, el borboteo del recuerdo boqueando como un pez fuera del agua: el pasaje de la voladura del edificio Dakota, capital del dolor; el lirismo asfixiante del retrato del niño al carboncillo, emblema de un pasado hecho trizas. Elejalde tiene un dominio de los ritmos, las tensiones y los abismos del monólogo que se afianzó en La fiebre, de Wallace Shawn, y que aquí vuela a gran altura.

De repente, una pausa para que entre el aire inesperado de un coro infantil, uno de esos inventos escénicos que podían haber caído en la cursilería, que han de estar tocados por la gracia para no estrellarse. Llegan, se despliegan, cantan ‘Let it go’ de Frozen, la película de Disney. Un toque de humor extraño, de poesía inquietante. Como si entraran los hijos de la pareja. O unos ángeles que ya no pueden hacer nada, salvo gorjear una suerte de réquiem. Aunque tal vez sea al revés y quizá sea ese soplo de aire el que le devuelve la palabra a Bárbara.

La actriz encarna, y aquí el verbo es literal, la respuesta del amor roto que se resiste a morir, porque ella le sigue amando. Voz ronca, sacudida por lágrimas de rabia. Voz sin un átomo de retórica, directa al hueso.

El choque de dos rocas incendiadas no es cosa que se vea todas las noches

Bárbara Lennie es un ciclón, una trituradora. El motor de su personaje es la fuerza de la razón, la razón rabiosa: es inevitable estar de su parte. Ella va a desmontarle el discurso piedra a piedra, “esa puta logorrea que ha vuelto pestilente el aire”. Su monólogo comienza como una devolución del veneno desde la más absoluta incredulidad, con tres grandes interrogantes: “¿Adónde te has ido?”, “¿Cómo explicar lo que acabo de tragarme?”, “¿Todo lo que hemos vivido era ficción?”. Es el suyo un lenguaje esencialmente poético: poéticas son las imágenes, las enumeraciones, los ecos del recuerdo. Al evocar, por ejemplo, el vuelo Florencia-París, el principio del amor, cuando le miraba y pensaba: “Le amo, joder, cómo le amo”; cuando le dice todo lo que va a quedarse, lo que no quiere ni puede perder, y cuando le lanza, como una heroína de tragedia griega, su condena última: “Voy a salir de tus sueños, por mucho que me llames cuando te ahogues, por mucho que grites en las negras aguas de la noche, por mucho que digas mi nombre, y por mucho que supliques para que alejen a los pájaros, yo ya no estaré ahí”.

Antes decía que el trabajo de Israel Elejalde quizá no hubiera sido posible sin El misántropo y La fiebre. Del mismo modo, pienso que para llegar a levantar el suyo, tal vez era imprescindible que Bárbara Lennie pasara por las brasas de Magical Girl y Breve ejercicio para sobrevivir. Pero hay algo más. La actriz creció en Argentina. De allí es su familia, y una parte de la sangre que empuja a su personaje también parece venir de allí. La escucho y pienso en Ya no, el arrasador poema de Idea Vilariño (“No volveré a tocarte / no te veré morir”), aunque Idea fuera uruguaya; la escucho y la veo como la mujer que atraviesa el café nocturno de Los mareados, el irremediable tangazo de Enrique Cadícamo: “Hoy vas a entrar en mi pasado / en el pasado de mi vida / tres cosas lleva mi alma herida / amor, pesar, dolor. / Hoy nuevas sendas tomaremos / qué grande ha sido nuestro amor / y sin embargo, ay / mirá lo que quedó”.

Próxima parada, en Madrid. Reserven ya, y vayan preparados, porque el choque de dos rocas incendiadas no es cosa que se vea todas las noches.

La clausura del amor. Texto y dirección: Pascal Rambert. Traducción y adaptación: Coto Adánez. Intérpretes: Bárbara Lennie e Israel Elejalde. Teatros del Canal. Madrid. Del 11 al 15 de noviembre.

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