Cuando Berlín inventó la homosexualidad
Entre el siglo XIX y el XX, en la capital alemana floreció una subcultura gay con una fuerza y visibilidad sin parangón. Varios libros y una exposición lo recuerdan
“Caballeros, propongo reformar la ley para acabar con la persecución de unas personas inocentes y, al mismo tiempo, cerrar una fuente de suicidios que ya ha manado demasiado. Se trata de una clase humana expuesta a una persecución penal inmerecida tan solo porque la naturaleza le ha implantado una inclinación sexual opuesta a la habitual”.
Corría el 29 de agosto de 1867 y Karl Heinrich Ulrichs acababa de hacer en Múnich la primera salida del armario de la historia moderna. Este abogado nacido en el reino de Hannover se dirigía a medio millar de juristas, varios diputados y un príncipe entre ellos. En un alarde de coraje, al hablar de esa categoría de personas “con una inclinación distinta”, él mismo se incluía en ella.
Ulrichs no logró su objetivo: el imperio alemán que nacería cuatro años más tarde optó por continuar la tradición prusiana y penar con cárcel “la fornicación contra natura” entre varones. Pero su discurso —interrumpido por indignados gritos de “¡basta, basta!”— sentaría las bases para que en las décadas siguientes floreciera en Berlín una subcultura que hoy denominaríamos gay con una fuerza y visibilidad sin parangón en ninguna otra ciudad del mundo.
Al reclamar el fin de la persecución, el abogado Ulrichs hizo en 1867 la primera salida del armario de la historia moderna
Gay Berlin, del historiador estadounidense Robert Beachy, narra cómo el propio concepto de lo homosexual fue una invención alemana. Karl Maria Kertbeny inventó esa palabra, así como la de heterosexual, en 1869. Y cómo el Berlín de los primeros años del siglo XX se convirtió en un foco de atracción para todos aquellos con una sexualidad diferente a la normativa. Es a lo que se refería el dramaturgo August Strindberg cuando visitó la capital en 1893 y presenció cómo “los más pervertidos de la ciudad” se reunían en un baile de disfraces. “Hombres que bailaban con hombres de forma melancólica y tremendamente seria. El que hacía de mujer podía llevar bigote, quevedos, ser feo y carecer de la más mínima femineidad”, escribía al recordar lo que le había parecido “la escena más repugnante” de su vida.
¿Pero por qué Berlín y no otras metrópolis como París o Londres se convirtieron en el centro de la vida uranita, la palabra con la que Ulrichs se refería a los que eran como él? “La ley penaba los actos sexuales entre hombres, pero no prohibía los clubes, bares u otros lugares de encuentro. La policía los vigilaba, pero estaba obligada a tolerarlos. Precisamente por este acoso, los activistas empezaron a organizar protestas y esta subcultura comenzó a hacerse más visible”, explicaba Beachy desde una terraza del barrio de Prenzlauer Berg en una espléndida mañana de julio.
La eclosión llegó en el Berlín de los años veinte retratado por el británico Christopher Isherwood en su novela Adiós a Berlín, que serviría como inspiración para el musical Cabaret. Entonces, la vieja capital prusiana llegó a contar con un centenar de locales y una treintena de publicaciones dedicados a los homosexuales.
La recién aparecida edición alemana de Gay Berlin —con un título mucho más sugerente: El otro Berlín. La invención de la homosexualidad: una historia alemana, 1867-1933— coincide con la gran exposición dedicada a “las homosexualidades” del berlinés Museo de Historia Alemana. La muestra permite echar un vistazo a las formas de homoerotismo con las que disfrutaban nuestros bisabuelos, como unos desnudos masculinos sobre fondo campestre de finales del siglo XIX o unos ejemplares de Der Eigen, la primera publicación de temática homosexual, en circulación de 1898 a 1932, un año antes de que la llegada al poder de los nazis acabara con cualquier posibilidad de disensión sexual.
Pero lo más interesante de la exposición es la perspectiva que ofrece de cómo han ido variando la percepción en torno a las sexualidades marginales. Sorprende, por ejemplo, que en 1987 Peter Gauweiler —diputado hasta este mismo año del partido socialcristiano que gobierna Baviera de forma perenne— abriera el debate sobre la necesidad de crear un registro obligatorio con la población infectada de sida.
Birgit Bosold, comisaria de la muestra, ha querido dotar a la exposición de una perspectiva feminista-queer. Es ese punto de vista el que ella echa de menos en el libro de Beachy. “El problema es que cuenta una historia protagonizada sobre todo por hombres. El concepto de homosexualidad nace en los años sesenta del siglo XIX íntimamente ligado a los pujantes movimientos feministas que emergían en distintos países, algo que el autor olvida. Además, no se puede contar la historia de la homosexualidad ligada a un solo país, con una perspectiva nacional”, asegura. “El libro despliega un gran aparato investigador que aporta muchísima información sobre aspectos como los registros policiales o los chantajes habituales en la época”, discrepa el autor y traductor Ibon Zubiaur, que ya abordó el tema en 2007 en su libro Pioneros de lo homosexual.
El historiador estadounidense recupera episodios que acapararon la atención de la prensa mundial en los primeros años del siglo XX, como el escándalo de Eulenburg. La publicación de varios artículos que destapaban las relaciones del káiser Guillermo II con un grupo de nobles, encabezado por el príncipe Philipp zu Eulenburg, que compartían su gusto por los hombres golpeó los fundamentos del imperio alemán.
En los años veinte, la vieja capital prusiana llegó a contar con un centenar de locales y una treintena de publicaciones para gais
Es difícil resistir las carcajadas con la descripción de los encuentros que organizaban los amigos, que se dirigían al emperador con el apelativo de liebchen, algo así como “cielo” o “cariñito”. Beachy explica también que el caso de Eulenburg contribuyó a fomentar los prejuicios contra los homosexuales, pero al mismo tiempo les dio visibilidad y mostró a la sociedad hasta qué punto era un fenómeno extendido en el Berlín anterior a la Primera Guerra Mundial. El escándalo también sirvió de pretexto para acabar con la influencia de un grupo hasta entonces muy cercano al káiser al que se le acusaba de sus tendencias pacifistas.
El famoso artículo 175 que condenaba las relaciones homosexuales estuvo en vigor en Alemania hasta 1994, aunque desde 1969 se limitó solo a las relaciones con menores de 21 años y, más tarde, de 18. En 2001 se regularon las uniones civiles, pero la canciller, Angela Merkel, sigue negándose a aprobar una ley similar a las de países vecinos como España, Francia o Reino Unido con el argumento de que, según lo entiende ella, el matrimonio consiste “en la convivencia entre un hombre y una mujer”. Una visión muy distinta tenía casi un siglo antes Klaus Mann, escritor e hijo de Thomas Mann, que en 1923 se mostró maravillado al visitar Berlín por primera vez. “Mírenme, señoras y señores, truena la capital del imperio. Antes teníamos un ejército formidable, ahora dirigimos la vida nocturna más tumultuosa. Es Sodoma y Gomorra con un tempo prusiano. No se pierdan el circo de las perversidades”, escribiría años más tarde.
Gay Berlin, Birthplace of a Modern Identity. Robert Beachy. Alfred A. Knopf, 2014. 305 páginas. 25,26 euros.
Pioneros de lo homosexual. Ibon Zubiaur (ed.). Anthropos. Madrid, 2007. 159 páginas. 10 euros.
Homosexualidades. Exposición en el Museo de Historia Alemana y Schwules Museum (los dos en Berlín) Hasta el 1 de diciembre.
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