Descubrimiento de un poeta
Los poemas de Joan Margarit duelen e iluminan, o quizás iluminan porque duelen. Para él la poesía es la más exacta de las letras.
Varias veces he dicho que, en mi caso, viajar vale la pena si descubro un poeta. Casi nunca me pasa, pero camino playas, montañas y ciudades con una linterna, o mejor, con todos los sentidos aguzados para encontrarlo. Esta vez tuve suerte: me topé en Galicia con un poeta catalán. Fue por casualidad. En la banca de un parque frente al mar, en A Coruña, alguien dejó tirado un suplemento, el ABC Cultural. Y había una entrevista. Todo lo que decía el poeta me pareció sabio (mucho más de arquitecto que de vate); claro y hondo a la vez, que para mí es la muestra de la madurez vital y literaria. Un ejemplo: "La verdad que encierra un poema siempre tiene un punto de cruel. La verdad es necesaria, es deslumbrante, pero a la vez hace daño". Después, en la Red encontré otra entrevista en la que decía algo importante para un poeta arquitecto que al componer mezcla castellano y catalán, como arena y cemento: “Ya que Franco nos jodió, no voy a renunciar ahora a las ventajas de dominar dos lenguas”.
Una vez en Madrid, en mi librería favorita (la Alberti), compré un volumen recién impreso en la colección Austral: Todos los poemas. "No están todos, falta el último libro", me advirtió Lola, la librera, pero con 800 páginas de poesía me podía conformar. Lo metí en la mochila y empezó a acompañarme por las calles, en los cafés, en los parques de Madrid… A veces, al bajarme del metro, tenía que seguir leyendo mientras caminaba, para que el libro no dejara de iluminar mi vida. Porque este poeta habla de su experiencia con precisión, y si hay precisión, sospecho, las vidas de todas las personas se parecen. Para él, la poesía “es la más exacta de las letras, en el mismo sentido que la matemática es la más exacta de las ciencias”. Es un poeta que, como Primo Levi, desconfía del hermetismo y ama la claridad: "Escribir un mal poema que no se entienda es lo más fácil". Y algo más: "Hay tanto miedo en un poeta hermético", al hablar, con cariño, de Paul Celan.
Quizá todos tenemos en nuestra vida un incidente que no es episódico, sino que se erige en marca, en señal particular, y nos persigue siempre
Algunos temas de la entrevista que me llevó a él volvían en los poemas o en los magníficos prólogos o epílogos escritos para algunos de sus libros. Volvía el tema del idioma castellano, por ejemplo, que es siempre tan complejo para quienes crecieron con una lengua prohibida y familiar, y con otra lengua obligatoria y escolar, en Cataluña. Veamos: "Me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié. / Él no tiene la culpa de su fuerza / y menos todavía de mi debilidad". Y en la introducción a uno de sus libros explica su manera de componer en dos idiomas: "No se trata de poemas en catalán traducidos al castellano, sino que están escritos casi a la vez en ambas lenguas". En las ediciones bilingües podemos ver hasta qué punto estamos frente a un poeta inmenso e inmerso en ambas lenguas. Un poeta tan catalán como español, que pasó buena parte de su infancia sumergido en el cadencioso acento castellano, casi Caribe, de las islas Canarias.
Toquemos ahora uno de los meollos de su poesía. Quizá todos tenemos en nuestra vida un incidente que no es —como los otros— episódico, sino que se erige en marca, en señal particular, y nos persigue siempre, incluso más que el fierro de propiedad de las bestias y tanto como el tatuaje en la muñeca de los sobrevivientes del Holocausto. En la vida de este poeta (y lo sé sin conocerlo porque sus poemas son el relato, el comentario y la reflexión sobre una vida) el suceso central es la muerte de la hija, y los 30 años pasados al lado de esa niña con deficiencias, pero que deja en él una marca luminosa de ternura, tristeza y felicidad. El libro dedicado al periodo de su enfermedad y muerte, Joanna, es uno de los más dolorosos, intensos y sinceros que he leído. Una música sacra de palabras laicas, como la de Mahler cuando escribió sobre los niños muertos.
No voy a citar los versos de ese libro, que tienen todos un equilibrio entre la contención y la intensidad que hace temblar. Referiré más bien el comentario que hace el poeta a la tragedia oculta en la vida de Pablo Neruda (su huida y cobardía esencial, digamos): el abandono, desde los dos años, a su niña anormal, Malva Marina. El poeta reflexiona después de oír al chileno recitar sus poemas grabados: "Ególatra y patético, mi héroe / ¿llegó a sentir alguna madrugada / que amar no es escribir cantos de amor?". Porque, como escribe en su excelente prólogo José-Carlos Mainer, este poeta es realista "en el sentido primigenio, casi medieval de la palabra: partidario de que las cosas no sean abstracciones nominalistas (amor, dulzura, melancolía…), sino realidades concretas".
No se crea, sin embargo, que en esta crítica sin ambigüedades a la cobardía de Neruda está el orgullo del hombre que, en cambio, ha acompañado a su hija deficiente hasta el día de su muerte. No. Este poeta no miente, ni es autocomplaciente. En uno de los poemas más intensos que he leído jamás, sobre el suicidio y el asesinato ('Tchaikovsky'), refirió su propia miseria de un modo transparente: "Escucho la ‘Patética’ y me veo / ansiando que la muerte de Joanna / nos devolviera el orden y la felicidad / que creímos perder cuando nació". En un momento de su vida, el poeta también habría preferido que su hija muriera, pero consiguió vivir para poder perdonarse este impulso asesino.
Leyéndolo (y sonriendo y llorando mientras lo leía), y luego oyendo la grabación de sus versos en catalán y en castellano, he sentido una voz ajena que resuena en mi cráneo casi como si fuera algo que yo mismo ya había pensado, pero confusamente y sin las palabras justas, sin tanta lucidez, crueldad y claridad, pues sus poemas duelen e iluminan, o quizás iluminan porque duelen: "Por más bello que sea, un buen poema / ha de ser siempre cruel".
Me pregunto por qué debo haber ido hasta España para conocer a este gran poeta. ¿Por qué de una voz tan recia y tan auténtica no había llegado a mí el eco hasta Colombia?
Me pregunto por qué debo haber ido hasta España para conocer a este gran poeta. ¿Por qué de una voz tan recia y tan auténtica no había llegado a mí el eco hasta Colombia? ¿Será, tal vez, por la circunstancia de ser este un poeta de origen catalán a quien el establecimiento de mi lengua, la española, no le ha dado suficiente reconocimiento? Podría ser, y me pregunto si un gran poeta bilingüe como él no habría merecido recibir, desde hace tiempo, premios como el de Asturias o el Cervantes. No porque él lo ansíe, pues en su voz se oye muy claro lo consolador que es el olvido y lo pesado que es el mármol: "Infierno o paraíso me da igual: / tendré para mí solo / toda la oscuridad, toda la indiferencia / entre otros nombres de una antología. / Bien está, pues más tétrica es la gloria. / Prefiero al laurel triste / de este país, la fuerza del olvido". Qué grato que el poeta no busque la fama, sino la dignidad, y que esta la defina como sentirse merecedor del respeto, no de los otros, sino "el respeto por sí mismo".
Estuve leyendo todos los días a este poeta, mucho más que digno, durante un viaje en el que estaba buscando una casa, un lugar para vivir, es decir, la posibilidad de una huida a otro país. Por eso sentía también que el poeta me hablaba a mí: "Siempre he querido irme: / si viajo es porque aún insisto en perseguir / un lejano lugar como refugio. Y no regresar nunca. / Vi la casa más bella que recuerdo haber visto, / y también mi última oportunidad. / Pero ya estoy lo suficiente lejos. / Ahora no hace falta que me marche". Los viajes tienen para mí ese doble valor: buscar un sitio que me guste tanto como mi propia casa, y, quizás, mientras tanto, encontrar un poeta. Esta vez lo encontré. Aún me falta escribir su nombre: se llama Joan Margarit.
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