Un paseo (acalorado) por ‘su’ Europa
Lo que la crisis ha dejado claro es que los dirigentes europeos no podían permitirse que los ciudadanos se pongan a opinar sobre la construcción de Europa
En Mi vida (1930; Debate, traducción de Wenceslao Roces), una de las más interesantes autobiografías políticas del siglo XX, León Trotski, a quien en los círculos socialdemócratas rusos se conocía por el alias de La Pluma, refiere que en 1902, cuando llegó a Londres para conocer a Lenin, el futuro jefe del Estado soviético le sirvió durante un par de días de guía por aquella capital, a la que, por cierto, Conrad —por boca de Marlow— se había referido en El corazón de las tinieblas (1899) como “la ciudad mayor y más grande de la Tierra”. Tanto Trotski como Isaac Deutscher, hasta la fecha su mejor biógrafo con diferencia, constataron el curioso giro que Lenin —que, al parecer, no se permitía dejar de ser Lenin ni en sus ratos de ocio— empleaba cuando señalaba al recién llegado algunos de los lugares más emblemáticos: “He ahí su famoso Westminster”, o “este es su famoso Museo Británico”. Según Deutscher, Vladímir Ilich mostraba de aquel modo a la vez su admiración por aquellos grandes monumentos y su antagonismo a las clases gobernantes, a cuya mayor gloria estaban consagrados. Me he acordado estos días de aquel posesivo, que tanta distancia marcaba, a la hora de pensar en esa Europa —su Europa— que la crisis griega y su resolución (por ahora) nos ha legado, tras lo que el conservador The Telegraph ha llamado con indisimulado schadenfreude la “crucifixión” de Tsipras. Más allá de los tremendos errores reiteradamente cometidos por los sucesivos Gobiernos griegos, lo que la crisis ha dejado claro es que los dirigentes europeos —desde Merkel hasta el títere socialdemócrata Sigmar Gabriel, a cuyo lado Tony Blair se me antoja un bolchevique— no podían permitirse que los ciudadanos se pongan a opinar por su cuenta sobre la construcción de una Europa que, para mi entusiasta generación europeísta, iba a ser de y para todos. Ahora, doblegadas las resistencias y efectuada la pedagogía que las élites conservadoras dueñas de Europa —su Europa— no han cesado de exigir, recuerdo al sofista Critias, aquel político ateniense que, refiriéndose a los esclavos de Esparta (ilotas), decía que en ningún lugar los libres eran más libres y los esclavos más esclavos. En cuanto a la Grecia eterna y al probable rapsoda ciego que fundó la literatura europea, permítanme que les recomiende El eterno viaje. Cómo vivir con Homero, de Adam Nicolson (Ariel), un reciente libro que nos acerca a aquella Grecia de antes de Grecia, y a Ulises, aquel aventurero a pesar suyo que no sólo navegó por el mar color de vino, sino, sobre todo, a través de los miedos y los anhelos de la vida de los hombres de su tiempo. Como seguimos haciendo, queridas/os.
Novelas
Con envidiable puntualidad, aparecen en el semanario Livres Hebdo —ya quisiera el sector del libro español, el cuarto de Europa, disponer de una herramienta semejante— la lista de novelas previstas para la rentrée francesa y que irán llegando a las librerías entre agosto y octubre. Primera constatación: sigue descendiendo el número de novelas, lo que manifiesta cierto cansancio de los lectores/consumidores hacia el género. En total, 589 nuevas ficciones (frente a 607 en 2014), de las que 393 son francesas y 196 traducciones. No hay entre las primeras obras de autores supervendedores (el año pasado destacaban Houellebecq, o Carrère, o Foenkinos). Y sí se manifiesta una cierta tendencia temática —también muy europea— a lo que llaman la exofiction: es decir, a apoderarse de la vida de gentes que existieron. Un ejemplo: Laurent Binet (¿recuerdan su HHhH, en Seix Barral?) empieza su nueva novela La septième fonction du langage (Grasset) con el asesinato de Roland Barthes: el gran semiólogo no habría sido atropellado accidentalmente por la camioneta que acabó con su vida. De entre las 196 novelas traducidas, 111 lo son del inglés, lo que demuestra, de nuevo, quién impone su hegemonía (y no necesariamente la calidad) en la edición mundial. Sólo 14 obras han sido traducidas del castellano (de ambos lados del Atlántico), incluyendo libros de, entre otros, los españoles Cercas (L’imposteur; Actes Sud), Marcos Eymar (Hendaye; Actes Sud), Marian Izaguirre (La vie quand elle était à nous; Albin Michel) y hasta un curioso Gabriel Miró (Nomade) publicado en 1908 y que aquí han leído muy pocos. En cuanto a la envidia a la que me refería, lo mejor de todo es que en España, y según las bases de datos de Dilve, también se dispondrían de todos los datos necesarios para elaborar la lista de las novelas de la rentrée española. Pero se conoce que faltan ganas.
Bochornos
Queman las paredes de mi casa, la deteriorada tapicería del sillón de orejas, la cubierta del libro de Emilio Prados (Tiempo, 1925) en el que releo un terceto refrescante: “Mientras la tarde destejía el agua / el sol iba nadando por el cielo, / como un pato de ámbar”. Entretengo la angustia de estos calores prolongados (¿castigo de los dioses-hormigas de la Europa del Norte a las díscolas cigarras sureñas?) leyendo o releyendo libros breves, ilustrados y que me sugieran frescuras: por ejemplo, Noches blancas (Dostoievski), ilustrado por Nicolai Troshinsky (Nórdica), de la que tantas veces se ha apoderado el cine (recuerdo, sobre todo, Le notti bianche, de Visconti, 1957, con la gran Maria Schell en el papel de Nástenka); o Crímenes ejemplares (1957), de Max Aub, por la siniestra frescura de esos asesinatos feroces o tontos o desganados que tantas ideas proporcionan a los aficionados (¿nunca ha tenido deseos de asesinar a alguien?), y que ha ilustrado magistralmente un Liniers más desmadrado que nunca (Libros del Zorro Rojo). Eso en cuanto a las lecturas refrescantes. En cuanto a la música, necesitaba algo para contrapesar la infernal sinfonía de los renqueantes aparatos de aire condicionado que atruenan más allá de mi ventana. El jazz (Coleman Hawkins, por ejemplo) me daba aún más calor. Encontré la solución recurriendo a un disco que el extinto Leopoldo Panero, que tenía un especial oído para los registros menos excelsos de la música popular, convirtió en una época (1976) en una especie de declaración de principios: Los cuatro detectives, unas inolvidables sevillanas del gran Pepe da Rosa. Les recuerdo el principio, un prodigio de síntesis narrativa: “Robaron un camión de chirimoyas / Aquí el teniente Kojak. / Aquí el teniente Kojak de servicio / En plena vigilancia contra el vicio / Que nadie se me ponga en plan chuleta, / A mí se me obedece y se respeta / O formo un estropicio”. De nada, a refrescarse.
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