John Lydon, gato panza arriba
El cantante de los Sex Pistols y PiL arregla cuentas con el mundo y se muestra más vulnerable de lo previsto en su libro 'La ira es energía'
¿Queda algo nuevo que saber sobre los Sex Pistols? Sí, mientras John Lydon siga en activo: aquí nos revela una inesperada conexión entre Mick Jagger y Sid Vicious. Ya existía una autobiografía anterior, Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs, traducida aquí en 2007. El presente tomo nos acerca al presente y enfatiza la obra de su radical segundo grupo, Public Image Limited, alias PiL. La ira es energía es un libro necesario para Lydon. Una apetecible inyección de dinero, imaginamos, pero también una plataforma para defenderse. Desde el comienzo de su vida pública, Johnny ha despertado una rara unanimidad: irrita tanto a las fuerzas conservadoras como al propio público del rock. Toca algún nervio invisible con su voz de serrucho, sus poses insolentes, sus tozudas certezas.
En La ira es una energía, Lydon acentúa su perfil de mártir de la clase trabajadora. Se enfrenta a peligros reales —públicos levantiscos, con su porcentaje de gente violenta— y amenazas probables: los escándalos periodísticos prefabricados por desaprensivos tabloides, los policías dispuestos a cazar su teñida cabellera. A pesar de su sangre irlandesa, se lleva mal con la República de Irlanda y sus habitantes: enchiquerado en Dublín, le maltratan los celadores de la cárcel y debe pagar cien libras “para los pobres”.
Técnicamente, el libro resume muchas horas de conversación con Andrew Perry, periodista musical de The Telegraph. Perry ha cumplido su parte del trato —captar al Lydon coloquial, auténtica fuerza de la naturaleza— y uno intuye que también se ha vengado secretamente, al preservar incongruencias y patinazos.
Lo noto, me están creciendo los colmillos. Verán: Lydon es tan arrogante que saca la mala baba del lector. Alardea de autodidactismo, de poseer una erudición superior a la media gracias a su voracidad lectora. Y uno termina sospechando que sus conocimientos le llegan más por ósmosis. Que su cultura deriva esencialmente de estar inmerso, por motivos profesionales, en la sopa caliente de los medios. Con la audacia del famoso, pontifica sobre esto y aquello.
Lydon es tan arrogante que saca la mala baba del lector. Alardea de autodidactismo, de poseer una erudición superior a la media gracias a su voracidad lectora
¡Un ejemplo! El letrista de Anarchy in the UK se declara contrario a los anarquistas, a los que identifica con poner bombas en los supermercados. Se huele que el anarquismo es una teoría propia de la odiosa clase media y asegura que, en EE UU, sus organizaciones están subvencionadas por el Gobierno (cree que, en Internet, el dominio .org es cosa gubernamental). Así que gran parte de La ira es energía no supera el nivel de charleta en la barra de un pub.
Aunque demuestra extraordinaria empatía con gente de su entorno, parece incapaz de perdonar lejanas ofensas. Cada mención de Malcolm McLaren va acompañada por el recordatorio de una ofensa, un error, una carencia del ínclito manager de los Sex Pistols. Seguramente está en lo cierto, pero asusta que a estas alturas, con McLaren enterrado, no sea capaz de atribuirle algún acierto. Igual ocurre con Joe Strummer, al que automáticamente desprecia como un pijo con pretensiones de socialista. Sus compañeros en los Pistols y PiL son reiteradamente retratados como necios e ingratos, aunque les salva de la guillotina. Hay que tomar precauciones: mejor conservar una mínima relación, por si el mercado aconseja revivir la banda.
Respecto a la revolución del punk, adopta el rol del maestro decepcionado por sus discípulos. Denuncia que el punk se transformó en un dogma estético, una colección de clisés sonoros e indumentarios. Aunque nuestro héroe podía ser tan fashion victim como cualquier estrella del pop: hoy lanza constantes pullas contra Vivienne Westwood, la esposa de McLaren, pero siguió comprando sus carísimos modelos, a pesar de su pobre hechura (la incorporación de los imperdibles, reconoce, fue una solución de emergencia ante la tendencia de esa ropa a desintegrarse).
Dicen que “para presumir hay que sufrir”. Lydon provoca la hilaridad de los jamaicanos cuando viaja a Kingston vestido con una chaqueta bondage de Westwood y otras prendas de abrigo: pretende servir como asesor de fichajes para el sello reggae de Virgin Records y “no esperaba que allí hiciese tanto calor”.
El letrista de Anarchy in the UK se declara contrario a los anarquistas, a los que identifica con poner bombas en los supermercados
Su candor resulta enternecedor. En 1985, a la hora de grabar Album, se encuentra sin músicos y acepta que el productor, Bill Laswell, convoque a sus amigos instrumentistas. Para evitar unir su nombre al de session men establecidos, decide que el disco no lleve créditos. Mala idea: Laswell pone a su servicio pesos pesados como Ginger Baker, Steve Vai, Tony Williams, Ryuichi Sakamoto…, y no puede aprovechar las posibilidades que le brindan de credibilidad por asociación. Aunque algunos estaban fuera de su marco de referencias: “Durante años estuve contándole a todo el mundo que allí tocó Miles Davis, pero hace poco me dijeron que quizá era Ornette Coleman”.
A Lydon le caracteriza un asombroso egocentrismo: “Las letras no estaban entonces muy consideradas, al menos no en la música pop, hasta que llegué yo”. Resumiendo, La ira es energía ofrece la crónica de un orgulloso superviviente. Un chaval listo que encabezó una rebelión y que mantiene su fantasía de ejercer de anticristo, aunque finalmente se parece más a cualquier veterano del mundo del espectáculo. Alguien que explota el mercado de la nostalgia, que se apunta a reality shows (como Soy un famoso…, sacadme de aquí), que presenta documentales sensacionalistas, que protagoniza spots chovinistas para la mantequilla Country Life. Incluso en tan modesto papel, no puede evitar el autobombo. El dinero le permitió volver a poner en marcha PiL y, de paso, “salvar a “la industria ganadera británica”. Qué menos, John.
La ira es energía. John Lydon. Traducción de Emilia García-Romeu y Jaime Blasco. Malpaso Ediciones. Barcelona, 2015. 623 páginas. 24 euros.
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