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EN PORTADA

Un ‘Quijote’ moderno

Las traducciones al castellano actual de obras canónicas de la literatura española son una tradición tan antigua como polémica. Andrés Trapiello se ha atrevido con Cervantes

Javier Rodríguez Marcos
Ilustración de Fernando Vicente
Ilustración de Fernando Vicente

En el Museo Ramón Gaya de Murcia se conserva una copia de Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya. La pintó el artista que da nombre a la institución para las Misiones Pedagógicas, aquella iniciativa itinerante de la Segunda República destinada a llevar la cultura por los pueblos de España. A la memoria de esas Misiones y de la Institución Libre de Enseñanza ha dedicado Andrés Trapiello la versión del Quijote al “castellano actual” en la que ha trabajado los últimos 14 años y que ve la luz la semana que viene en la editorial Destino. Si el paralelismo entre aquellas copias y su “traducción” es evidente, el escritor quiere además subrayar el carácter cívico de su trabajo.

De Pedro Salinas o Alfonso Reyes adaptando el Cantar de Mio Cid a Camilo José Cela o Soledad Puértolas haciendo lo propio con La Celestina, el Quijote de Trapiello forma parte de una larga tradición de versiones modernas de los clásicos hispanos. El matiz lo pone esta vez la condición de icono de la novela publicada por Cervantes en dos partes en 1605 y 1615, una obra que llegó a ser lectura obligatoria en las escuelas españolas merced a una ley de 1920. Que esa directiva contara con el apoyo de Unamuno —autor de Vida de don Quijote y Sancho— y con el rechazo de Ortega y Gasset —que se había estrenado como filósofo en 1914 con Meditaciones del Quijote— ilustra bien el voltaje de cualquier discusión en torno a las aventuras del hidalgo manchego.

Si por su halo de intocable Andrés Trapiello compara la obra de Cervantes con la Constitución, ambas son también comparables por las pasiones que levantan. Consciente del carácter inflamable de algunas decisiones, Mario Vargas Llosa recuerda en su prólogo a la versión de Trapiello la polémica que incendió el París de los años sesenta cuando André Malraux, ministro de Cultura, ordenó limpiar las fachadas de los edificios más famosos de la ciudad, de Notre Dame al Louvre. Los que al principio consideraron una “herejía” quitar a aquellas piedras una pátina de siglos terminaron, asegura el Nobel peruano, rindiéndose a la operación de rejuvenecimiento.

"Al simplificar un libro, al quitarle palabras que juzgamos difíciles o anticuadas, lo destruimos", dice Alberto Manguel

Una de las colecciones más populares de la editorial Castalia, plagada de títulos canónicos, lleva por nombre Odres Nuevos, una manera poética de evocar la voluntad de servir el “vino viejo” en recipientes renovados. Allí publicó Soledad Puértolas hace tres años una traducción de La Celestina que ha sido, dice ella misma, una de sus grandes satisfacciones como escritora. Con su versión de la obra de Fernando de Rojas, la novelista y académica pretendió “hacer comprensible para el lector de hoy una obra que había quedado en manos de los expertos porque los demás la entienden poco o porque se desaniman ante el esfuerzo que requiere su lectura”. Puértolas recuerda cómo evitó caer en el argot al modernizar la tragicomedia y subraya la dificultad de trabajar con una lengua que, a finales del siglo XV, todavía estaba en formación: “Eso hacía que el texto fuera a veces indescifrable”. Para la autora de La vida oculta, adaptaciones como la suya forman parte de la normalidad de una cultura: “Es lo que se hace con Shakespeare en Inglaterra: todo son versiones de”.

Lejos de considerarlas un rasgo de normalidad, Alberto Manguel, que acaba de publicar Una historia natural de la curiosidad, considera las versiones actualizadas de los clásicos un síntoma de “pereza intelectual”. “Cada libro establece con sus lectores una relación de aprendizaje: cada libro nos enseña a leerlo”, apunta. “Por supuesto, en una época como la nuestra, en la que queremos que todo sea fácil y rápido, no queremos perder tiempo aprendiendo a leer un texto que no nos parece inmediatamente accesible. Pero al simplificar un libro, al quitarle palabras que juzgamos difíciles o anticuadas, lo destruimos. Hablar de ‘simplificar’ un texto es suponer que el estilo, el vocabulario, el tono, lo que nosotros desde nuestro siglo hallamos oscuro o confuso, no es parte esencial de la obra sino una suerte de decoración superflua, y que solo la anécdota vale. Si fuese así, el Infierno de Dan Brown tendría el mismo valor literario que el Infierno de Dante”.

"Un clásico existe menos por el texto que por el contexto. Un clásico lo es porque está presente en la sociedad, y suele llegar a ella a través de adaptaciones", sostiene Francisco Rico

Para abundar en el argumento, el autor de Una historia de la lectura establece un paralelismo con el doblaje de las películas: “Borges, hablando del infame sistema del doblaje en el cine, pregunta: ‘¿Cuándo será perfecto el sistema?, ¿cuándo veremos a Juana González en el papel de Greta Garbo, en el papel de la reina Cristina de Suecia?’. Cabe preguntar con estas simplificaciones lo mismo: ¿cuándo será perfecto el sistema? ¿Cuándo leeremos a Dan Brown en el papel de Cervantes escribiendo el Quijote? Como también decía Borges: ‘La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen’. Es lo mismo con las palabras difíciles enmendadas por nuestro corrector”.

Mientras Soledad Puértolas dice no entender a los puristas —“el original sigue ahí a disposición del que pueda leerlo”—, Francisco Rico, responsable de la edición de referencia del Quijote, explica que “un clásico existe menos por el texto que por el contexto. Un clásico lo es porque está presente en la sociedad, y suele llegar a ella a través de adaptaciones. Conocemos la Ilíada gracias a refundiciones y, sobre todo, a la Eneida. Las adaptaciones son todas buenas. Ya sean traducciones, resúmenes, películas o cómics. Son esas extensiones sociales las que mantienen un libro vivo”.

En la misma línea, Luis Alberto de Cuenca, poeta e investigador del departamento de griego del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, considera que “un libro como el Quijote lo resiste todo”. En su despacho conviven Eurípides y Juego de tronos, el Cantar de Valtario y Star Wars, y su razonamiento muestra la misma amplitud de miras: “La excusa buena no es que el Quijote no se entienda: es muy legible con un poco de esfuerzo; el castellano no ha cambiado tanto, un francés lo tiene más complicado con Rabelais. La excusa buena es que el libro admite cualquier operación intelectual bien hecha. La garantía en este caso es que la versión la hace Trapiello, alguien que conoce perfectamente a Cervantes y es, además, uno de nuestros mejores novelistas”. De Cuenca subraya la importancia en España de colecciones como Araluce, Clásicos Cadete o la citada Odres Nuevos y recuerda que el acceso de muchos británicos a la obra de Shakespeare tiene lugar desde hace décadas merced a los cuentos de Charles y Mary Lamb basados en sus dramas: “La mayoría de las obras canónicas las hemos conocido por adaptaciones. Mejor conocerlas así que no conocerlas”.

La versión moderna como invitación a la lectura del original es un argumento común a todos los que, especialistas o escritores, alguna vez han acometido la tarea de acercar los clásicos a eso que llaman “gran público”. Para ellos, cualquier camino es bueno si lleva a la cámara del tesoro. El caso es echar a andar. Como se dice en el entremés cervantino de El viejo celoso: “Estas cosas, o yo sé poco, o sé que todo el daño está en probarlas”.

 Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes. Puesto en castellano actual íntegra y fielmente por Andrés Trapiello. Prólogo de Mario Vargas Llosa. Destino. Barcelona, 2015. 1.040 páginas. 23,95 euros.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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