Auschwitz, en el umbral de la posmemoria
El campo de concentración, a diferencia de cualquier otro gran acontecimiento histórico, es algo más que un hecho datado en el tiempo y el espacio
Hace 20 años, cuando Europa recordaba el medio siglo de Auschwitz, de España se decía que no había cultura del Holocausto. Se conocía el diario de Ana Frank y poco más. Hoy la situación es diferente. Nombres como Levi, Antelme, Wiesel, Lanzmann, Celan, Kertész, Borowski, Hillesum, Arendt, Adorno o Rosenzweig forman parte de nuestro paisaje intelectual.
Nos hemos apropiado de los nombres y obras imprescindibles. Lo que pasa es que Auschwitz, a diferencia de cualquier otro gran acontecimiento histórico, es algo más que un hecho datado en el tiempo y el espacio. La Primera Guerra Mundial, por ejemplo, es uno de esos grandes hechos que conocemos y que siempre podemos conocer mejor, pero cuyo conocimiento consistirá en remitirse a lo que ocurrió. Auschwitz, sin embargo, demanda nuestra atención no sólo por lo que ocurrió entonces, sino por lo que va significando a partir de ese momento. Esto explica que el flujo de obras sobre el plan nazi de destrucción de los judíos europeos sea imparable. Sin llegar a las cifras de Alemania o Francia, también resulta apreciable la producción hispanohablante. Y ya no se trata sólo de traducciones, aunque estas dominen claramente, sino de una creación propia que cuenta en algunos campos con notables contribuciones.
Si tenemos en cuenta la producción del último decenio hay que señalar, en el campo de la historia, además de la imprescindible obra de Raul Hilberg La destrucción de los judíos europeos (2005), el libro de G. Bensoussan Historia de la Shoah (2005), breve pero de una precisión matemática. Recientemente, Enzo Traverso ha hecho llegar a las librerías el título El fin de la modernidad judía. Historia de un giro conservador (2014), en la que el historiador italiano desarrolla la provocativa tesis de que lejos quedan los tiempos del judío como “pueblo paria”. Después de la guerra se convirtió en una minoría distinguida, ubicada normalmente del lado de los dominadores, y ese giro ha afectado a su capacidad creativa, claramente disminuida desde el fin de la guerra hasta hoy. Reseñable es también la publicación de Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, 1933-1944, de Franz Neumann. Se trata de una de las obras pioneras sobre el nazismo, publicada en 1944, que a decir de Hilberg “debe ser estudiada y no sólo leída”. Defiende la idea de que el Tercer Reich es un producto de aluvión y no posee una estructura coherente.
Por lo que respecta a la producción fílmica, el espectador español ha podido conocer, además de la obligada película de Claude Lanzmann Shoah, su última producción, El último de los injustos, donde se plantea el espinoso asunto de la responsabilidad de los “consejos judíos”: ¿colaboradores o resistentes? Es un diálogo sin concesiones entre Lanzmann y Benjamin Murmelstein, el presidente del consejo judío de Terezin. Juzgado por colaboracionista y absuelto, aunque anatematizado por Israel, el filme coloca al espectador ante dilemas irresolubles que dejan en ridículo las simplezas de Arendt o Scholem sobre la culpabilidad de estos consejos judíos. Hace unos meses nos enteramos de que Alfred Hitchcock filmó ya en 1945 la liberación de 11 campos de concentración, entre ellos Dachau, Buchenwald y Mauthausen. Con aquel material —“más atroz que lo peor de un filme de terror”— compuso una película que los aliados no quisieron que se viera para no molestar ni distraer la atención de los alemanes, concentrados en reconstruir el país. Esas imágenes, perdidas en el Imperial War Museum de Londres, han salido a la luz con el título Memory of the Camps. Otro filme reseñable es el polaco Ida, de Pawel Pawlikowski. También Moscú ha rescatado una docena de películas que por razones políticas fueron borradas de la historia. Muchas de ellas tratan de lo que se ha dado en llamar “holocausto con balas”. Se refiere a los asesinatos de judíos de primera hora cometidos por los Einsatzkomandos a punta de pistola. Stalin las prohibió, en parte para no dar protagonismo a las víctimas judías, en parte porque aquello sólo fue posible con la complicidad de los soviéticos, un detalle que la propaganda estalinista negaba de plano.
Habría que hablar también de teatro. En salas minoritarias se ha podido ver la obra clásica de Peter Weiss La indagación. Mejor suerte ha tenido la pieza de Juan Mayorga Himmelweg, representada en 18 países y actualmente en cartelera en Parma, Italia. El autor enfrenta el teatro, buscador de la verdad, con la teatralización de la vida en el campo de Terezin, cuyo objetivo era engañar al mundo falsificando la realidad. El mismo autor vuelve sobre el tema en El cartógrafo (Varsovia, 1:400.000), que será próximamente representada en Francia.
Dado que en Auschwitz nace un deber de memoria que obliga a repensar nuestro tiempo a la luz de la barbarie, numerosos son los ensayos que de una manera u otra se aproximan a esta preocupación. Georges Didi-Huberman, autor de Cortezas (2014) y Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2012), es un ensayista francés que piensa con imágenes. Le preocupa cómo escapar de la industria cultural de la memoria y cómo denunciar el turismo memorialístico. La imagen sería el camino para que el espectador de hoy experimente el horror de algo que no ha vivido. Santiago Kovadloff, un brillante escritor argentino, se plantea, en La extinción de la diáspora judía (2013), el sentido de la diáspora después de la existencia del Estado de Israel. La diáspora —esto es, el exilio como forma de existencia y la renuncia a construir un Estado— ha marcado la identidad del pueblo judío durante milenios. La cosa cambia al tener un Estado propio. El autor se pregunta si el judaísmo, que sobrevivió a la destrucción del antiguo reino de Israel, podrá sobrevivir a la construcción de un Estado nacional. Por el libro desfilan las opiniones de intelectuales como Lévinas, Rozitchner, Goldmann, Misrahi, Finkielkraut, Jean Daniel o George Steiner. Entiende que ya no procede caracterizar como diaspórico al judaísmo posisraelí, una tesis con consecuencias si tenemos en cuenta que se ha asociado el genio judío a la cultura diaspórica. Del exilio también habla Mauricio Pilatowsky, otro autor judío mexicano, en Las voces desterradas. Reflexiones en torno a los imaginarios judíos (2014), donde la figura del exilio aparece como fuente crítica de identidades y nacionalismos. De interés es igualmente la obra de Ricardo Forster Los hermeneutas de la noche, con prólogo de Alberto Sucasas (2009), en la que el autor, de la mano del poeta Celan, del escritor Borges, del crítico Steiner, del místico Scholem y de los filósofos Benjamin y Adorno, se adentra en los laberintos de la barbarie para denunciar las ambigüedades de una modernidad que incubó Auschwitz. El colectivo de enseñantes Eleuterio Quintanilla es autor de Pensad que esto ha sucedido. Guía de recursos para el estudio del Holocausto (2009), de gran valor pedagógico, que se suma a unos textos pioneros como Educar contra Auschwitz (2004), de J. F. Forges, y La lección de Auschwitz (2004), de J. C. Mèlich.
La memoria de Auschwitz se sustenta fundamentalmente en testimonios que se expresan en diarios o en relatos novelados apoyados en experiencias reales, modalidad en la que sobresalió Jorge Semprún. La significación moral de Auschwitz vive de la memoria. El croata Miljenko Jergovic es el autor de una de esas novelas, Ruta Tannenbaum (2014), inspirada en la historia de Lea Deutsch, una joven judía que murió en el vagón de ganado que la trasladaba, junto a toda su familia, a Auschwitz. Es un conmovedor relato escrito para salvar a Lea de un olvido injustificable, pero sobre todo para poner en estado de alerta al lector de nuestro tiempo con preguntas tan oportunas como ¿somos tan diferentes de los que asistieron indiferentes a aquel genocidio?, ¿no es acaso Guantánamo una modalidad del universo concentracionario? Ante el peligro de que el lector se identifique con la víctima, el autor nos hace ver que la protagonista es condenada por los nuestros. Más importante que la empatía o compasión es la interpelación. Ese formato de novela construida libremente sobre un episodio real es el de Javier Cercas en El impostor (2014): un caso real de falsificación del pasado nazi, el de Enric Marco, le da pie para cuestionar abusivamente los usos de la memoria en España.
Vasili Grossman, el autor del inolvidable Vida y destino, es, junto a Ilya Ehrenburg, titular de El libro negro (2012), una recopilación de testimonios llevada a cabo en 1945 por los aliados a instancia de Albert Einstein sobre el exterminio de judíos soviéticos. El material, de primera mano, fue utilizado en el juicio de Núremberg, pero no pudo ser publicado en Rusia hasta 1993 por suspicacias del Kremlin. Es un relato estremecedor pues late en él la primera impresión, la sorpresa incontenible de estar ante algo que ni en sueños había imaginado la humanidad.
Con el paso del tiempo han aflorado contenidos nuevos, como el de las mujeres en el campo (las obras Auschwitz y después, de C. Delbo, 2004; Prisionera de Stalin y de Hitler, de M. Buber-Neumann, 2005, y Una vida conmocionada, de E. Hillesum, 2007) y temas que antes no eran posible, como considerar víctimas a los alemanes (A paso de cangrejo, de G. Gras, y El ángel caído, de W. G. Sebald). Hubo víctimas alemanas, pero ¿cuándo hay que hablar de ellas?
La desaparición de los testigos inaugura un tiempo nuevo, el de la posmemoria. No el de la sustitución de la memoria por la historia, como dice Paul Ricoeur, sino el de llevar a la práctica el significado del deber de memoria, que Adorno lo resumía así: “Dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Esa sería la lección de Auschwitz y esa sería la gran tarea pendiente. Porque es verdad que en nuestra cultura el sufrimiento incita a la compasión, pero no es el máximo indicador a la hora de pensar la política, ni siquiera la ética. Este imperativo categórico, formulado por los supervivientes y por los intelectuales responsables en la primera hora, justo en el momento en el que lo que primaba era la autoridad del sufrimiento y no todavía el del cálculo político, es lo que al cabo de 70 años sigue pendiente. La mayoría de las obras aquí mencionadas nace de una forma más implícita que explícita de llenar este vacío del que el futuro deberá hacerse cargo.
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