Terminaciones nerviosas de la maldad
Bainbridge mira de frente lo irracional al volver sobre el asesinato de una madre por dos adolescentes (una de ellas Anne Perry)


En Nueva Zelanda en 1954 dos amigas asesinaron a la madre de una de ellas reventándole la cabeza con un ladrillo; la escritora Anne Perry fue una de las protagonistas del suceso. El caso Parker-Hulme se ramifica en películas como Criaturas celestiales (1994) de Peter Jackson; ensayos como Escritores delincuentes (2011) de José Ovejero; y novelas como Lo que dijo Harriet, donde la historia no se narra de un modo mimético con la crónica criminal, sino que se combina con la experiencia de Bainbridge que “fue expulsada de la escuela tras haber sido sorprendida leyendo unos poemillas sucios (…) por corromper la moral del resto de las alumnas”. Como la narradora de Lo que dijo Harriet. Como Miles en Otra vuelta de tuerca. Leo la novela de Bainbridge como un reflejo deformado de su vida, del caso Parker-Hulme y de los fantasmas de James.
Lo que dijo Harriet está calculada con una milimétrica pulcritud capaz de enrarecer una atmósfera que se tupe hasta la asfixia. En el grito del desenlace se superponen los matices del campo semántico del mal: mentira, manipulación, humillación, abuso, crueldad, asesinato… Un catálogo de violencias que lleva a los lectores a preguntarse si las terminaciones nerviosas de nuestra maldad pertenecen al territorio de lo congénito, a las atávicas raíces de una naturaleza humana donde se funden instinto y civilización, Hyde y Jekyll; o si, por el contrario, las malas acciones brotan como síntoma: entonces nos interrogamos sobre el origen del cáncer y, volviendo a James, sobre si de verdad los fantasmas existen o no son más que proyecciones de una mente enferma a causa de la represión sexual, el clasismo, los corsés de esa sociedad victoriana que velan, hipócritamente, el nombre de la institutriz de Otra vuelta de tuerca. También en Lo que dijo Harriet nos escatiman el nombre de la narradora. Estas niñas viven en un contexto posbélico donde la pulsión lésbica latente, el lolitismo, la curiosidad sexual sólo pueden ser utilizados como armas ya que pertenecen al territorio del tabú. Lo prohibido vulnera el orden y se metaboliza como maldad. Las adolescentes, en el desconcierto de su mutación, parecen ángeles caídos: en ellas confluyen el ansia de conocimiento y belleza, la búsqueda del amor, y el odio, la resistencia a ser tragadas por una estúpida middle class…

Quizá lo que dota a este libro de una maravillosa agresividad social y literaria es una característica que lo separa de la elegante veladura de James: la fisicidad del lenguaje de Bainbridge, la rebeldía frente al eufemismo y al bello decir de la literatura, el mirar de frente lo que no resulta razonable en un mundo perfecto que, al ser enunciado, cuestiona sus perfecciones. La astucia estructural de Bainbridge logra que la búsqueda de las siete diferencias respecto al hecho real —el texto no es un pasatiempo— pase a un segundo plano. La espectacularidad amarilla de la crónica de sucesos se transforma en la mejor de las literaturas para insistir en ciertas constantes ideológicas de prestigio: el origen del mal y la labilidad del límite entre víctima y verdugo; la fortaleza del débil; el lado monstruoso de la inocencia y la inocencia de ciertos monstruos; la depravación como forma de saber antes de tiempo y la precocidad como fuente de perversiones. Beryl Bainbridge construye dos personajes que se apoyan y repelen: la narradora rolliza se deslumbra ante la belleza de Harriet aunque a veces sus siluetas parecen solaparse en esa fantasmagoría que es toda escritura. Desdoblamiento, espejo, perversidad gemelar, texto-reflejo, remiten a una simbología teológica de muerte y descomposición del yo —alejamiento del origen, vampirismo— que está en el corazón de cada personaje y en el personaje bicéfalo que conforman: las protagonistas escriben un diario usando un nosotros que acentúa la sensación de complementariedad criminal. El juego de voces vuelve a situar el libro en la estela jamesiana, y el lector se compromete con la lectura en la misma medida que la escritora interpone, entre él y los acontecimientos narrados, lentes que lo separan de la verdad de los hechos. Ya desde el título desconfiamos porque Harriet lo dijo, pero es otra narradora quien dosifica las informaciones, los cruces de miradas: el voyerismo alcanza su cenit en un pasaje en el que Mr. y Mrs. Biggs follan en su salita de estar.
La voz expresa el miedo a ser descubierta en el pasado mientras pide a gritos que la exoneren en el presente. James vuelve a aparecer en la sospecha respecto al cariz mentiroso de las confesiones y la dimensión confesional de las mentiras; en la pregunta sobre quién mueve los hilos; y en el presupuesto de que tal vez la literatura es un lugar para limpiarse de la culpa y una práctica de depravación donde alguien toma la palabra para contarles a sus preferidos lo que no debería ser contado. Imprescindible.
Lo que dijo Harriet. Beryl Bainbridge. Traducción de Alicia Frieyro. Impedimenta. Madrid, 2015. 240 páginas. 19,95 euros.
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