‘Fedra’ o la geometría de las pasiones
Sergi Belbel firma la versión catalana y la puesta de la obra de Racine Falta incandescencia, pero la tragedia está contada con fuerza y claridad
Antoine Vitez veía Fedra (y, por extensión, todo Racine) como un baile de máscaras en la corte de Versalles. Los alejandrinos eran la codificación, el ritual, la mampara, hasta que irrumpía el deseo golpeando contra el corsé de los versos. Un salón de Versalles o, imagino, un zoo de otra galaxia; un laboratorio en el que una raza alienígena observa el comportamiento de los animales humanos, como ratones en un laberinto cada vez más complicado y lleno de obstáculos. Podemos llamarlo raza alienígena o podemos llamarlos dioses. Es cierto que en gran medida Fedra se labra su desgracia, pero el pobre Hipólito tiene desde el principio un pedazo de fatum como una nube negra sobre su cabeza. Y que la falsa muerte de Teseo libera las pasiones y su retorno multiplica las culpas.
Fedra es una obra endiablada: si no se hace en estado de incandescencia no sube. Yo no sé cómo se consigue eso, porque no he visto ningún montaje que me haya arrebatado plenamente. Sergi Belbel, director y traductor del espectáculo del Romea de Barcelona, cuenta con un reparto muy entregado, aunque la temperatura no acaba de subir: debería estar prendido y no lo consigo. O lo consigo a ráfagas.
Principales bazas a su favor: cuenta muy bien la concentradísima tragedia. No emborrona la geometría de las pasiones: vemos las líneas maestras, las colisiones de los personajes, la crueldad de su férrea estructura. También es verdad que el patrón métrico es, a la vez, bello y fatigoso. La versión es un trabajo muy difícil y, a mis oídos, muy bien resuelto: mantiene, quizás un tanto asonantado, el alejandrino, en un catalán sonoro y fluido. Aplaudo también la valentía, porque Belbel estaba condenado, de entrada, a que comparasen una y otra vez su traducción con la de Modest Prats de 2002. Max Glaenzel ha situado la acción en un desierto pedregoso, bajo un sol feroz que poco a poco se eclipsa. Yo creo que Fedra es una tragedia de interior, aunque un desierto puede acabar siendo tan claustrofóbico como un boudoir. Hipólito ha de luchar contra el fatum y la Fedra de Emma Vilarasau ha de luchar contra el trémolo y la tendencia a subir los agudos, que afean su interpretación. A mi juicio, todavía no da la intensidad el personaje (Fedra es mucha Fedra) pero dibuja muy bien ese amor torturado, retenido; su lado de niña perdida en la pasión, desconcertada, odiando a quien ama (“incité tu odio para poder soportarte”) y muerta de celos hacia Ericia. Si digo que estaba superlativa en Días felices no es por comparar, sino porque creo que se ajustaba mejor a su temperamento actoral: pienso en Emma Vilarasau y siempre veo luz y sonrisa. Y si pienso en Fedra veo a una gata feroz, como Maria Casares en Las damas del bosque de Boulogne, de Bresson. Por otro lado, en Beckett hay humor y aquí muy poco: la risa helada de los dioses, la mirada un tanto perversa de Racine. Hay algo de vodevil trágico en el citado retorno de Teseo, ese gran golpe de teatro. Y hay humor remansado, ahora caigo en la cuenta, cuando Fedra dice “quizás estamos exagerando” y comienza a hacer planes con Enone, como dos viejas amigas. Y me sacudieron dos grandes momentos de pathos: cuando, de luto por Teseo, se declara a Hipólito, y ve a su esposo en él, y se desboca, y él no la cree. Y cuando, enloquecida, repudia a Enone y pide venganza a los dioses.
Hipólito es Xavier Ripoll. Ha de sacar adelante un personaje que, como decía al principio, es puro trastorno y al que le dan una tras otra. Ese trastorno le brota, a ratos, altisonante. En el otro platillo de la balanza, insufla al joven príncipe un lado Segismundo, de niño salvaje con la cabeza asaeteada por abejas hasta entonces desconocidas para él. Nunca había visto esa aureola en Hipólito, y me conmovió. Su gran pasaje, rotundamente convincente: cuando intenta explicarse ante Teseo y pese a su fuerza y su razón no consigue que le crea. Los confidentes, los raisonneurs, lo tienen un poco crudo en las tragedias de Racine, porque los poseídos tienen una molesta tendencia a escucharse a sí mismos, y solo escuchan a los otros cuando les dicen lo que quieren oír. Parece que vivimos tiempos bastante racinianos.
Los estudiosos dicen que Enone es un poco “la” Yago de esta función. No lo tengo yo tan claro. No elevé mis conclusiones provisionales a definitivas, señoría, y eso me parece muy buena cosa. ¿Empuja a Fedra hacia la pasión para liberarla o para que se rompa la crisma? Mercè Sampietro interpreta de un modo tan redondo a Enone que puede hacerme creer a la vez una cosa y la contraria. Como en la vida misma, como suele decirse. Mercè Sampietro sirve una Enone muy clara de dicción y formidablemente ambigua de sentimiento. ¡Y qué bien escucha! Hacía tiempo que no la veía en escena (lamento haberme perdido Nueve maletas, de Oristrell) y fue un placer reencontrarla.
Lo que más me gustó de Lluís Soler es el lado de campesino amargo, brutal y cegado que imprime a Teseo. Una interpretación quizás un poco monocorde, falta de matices, pero exhalando fuerza. Ericia es Queralt Casasayas, que oscila entre la serenidad y la rigidez. A esta joven actriz tal vez le falte algo de potencia, que contrarresta con elegancia y un aura de criatura bressoniana, de ángel que asiste impotente al desencadenamiento de las pasiones. Gemma Martínez tiene poca tela que cortar como la breve Panopa, y mucho mejor juego (que aprovecha) como Ismene, criada de Aricia. El gran solo de Jordi Banacolocha (Teramene) es su sobria y doliente narración de la muerte de Hipólito, en singular fuera de campo: tiene no poco mérito hacer verosímil y conmovedor el deus ex machina de ese monstruo marino enviado por los dioses (y por Fedra) para acabar con el príncipe a cinco minutos del final. Y me gusta la idea de Belbel de mostrarnos el reencuentro final entre el agonizante y ensangrentado Hipólito y la joven Ericia, como si aparecieran convocados por la fuerza de la narración.
No me olvido de que he de escribir sobre Somni americà en el Lliure: de momento, vuelvo a recomendárselo. Y también L’efecte, una sutil e inteligente comedia dramática de Lucy Prebble, con Nausicaa Bonnín, Pau Roca, Montse Germán y Paul Berrondo, muy bien dirigidos por Carol López, en la Beckett.
Fedra, de Jean Racine. Dirección: Sergi Belbel. Intérpretes: Emma Vilarasau, Mercè Sampietro, Lluís Soler, Xavier Ripoll, Jordi Banacolocha. Teatre Romea. Barcelona. Hasta el 15 de marzo.
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