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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

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Desde hace tiempo mi interés por el ritmo de las calles está decayendo hasta límites ínfimos. La mayoría de los transeúntes concentran su mirada en pantallas que al parecer contienen el universo

Carlos Boyero
Una chica utilizando dos teléfonos móviles
Una chica utilizando dos teléfonos móviles

Hay un cuento no especialmente famoso de Poe en el que me gusta tanto su contenido como su título. Es El hombre en la multitud. Así me siento en los múltiples paseos solitarios y sin rumbo que mi abundancia de tiempo libre o las repentinas claustrofobias me permiten. Y si la cabeza no está demasiado liada consigo misma o el estado de ánimo no es deplorable, miro con renovada curiosidad a los transeúntes, sus expresiones, lo que denotan, lo que pretenden parecer, los encuentros, el lenguaje cotidiano, las discusiones, la actitud que acostumbra a ser tan reveladora del carácter de los que van conduciendo. Y estoy lleno de manías. Algunas con las que me divierto cantidad, como ponerme a observar fijamente las alturas sin moverme del mismo sitio. No falla. Siempre hay gente que se detiene a tu lado y comienza a mirar hacia arriba preguntándose qué coño está ocurriendo en el cielo para que un zumbado lo escudriñe con tanta intensidad.

Pero desde hace tiempo mi interés por el ritmo de las calles, la antropología y la gestualidad de sus transeúntes están decayendo hasta límites ínfimos. La mayoría de ellos concentran su mirada en pantallas que al parecer contienen el universo, hablan con alguien al que no ven, ni huelen, ni sienten, a través de un teléfono que si es sofisticado no hace falta que lo toquen tus manos, toman fotografías de los demás o de sí mismos, leen en e-books y consultan con gesto orgásmico el iPad. Al parecer, no es una adicción extenuante, sino la nueva y venturosa forma de comunicación entre los seres humanos. Y no solo ocurre en las calles. También en bares y restaurantes, solos o acompañados, en el curro y en el descanso. No tengo dudas de que estos artilugios también son acompañantes fijos en el sexo, que follar es mucho más gozoso con el smartphone al lado.

El homo tecnologicus me provoca más miedo que los coches que no respetan los pasos de cebra. En breve leeremos en las necrológicas: “Atropellado por viandantes que iban conectados a una máquina comunicativa”. Me cuenta una amiga que Hong Kong está plagada de carteles que aconsejan no utilizar pantallas ni teléfonos en semáforos y escaleras mecánicas. Imagino que en nombre de la salud física, pero sobre todo mental.

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