Adiós, y buena suerte
José Manuel Lara Bosch solía confesar que añoraba sus viejos tiempos de editor de mesa
No seré yo quien enmiende la plana a los buenos amigos, sinceros admiradores (entre ellos, muchos editores independientes), agradecidos autores, agentes, socios, clientes y múltiples turiferarios que estos días no han escatimado ditirambos en memoria del Gran Editor Muerto: hombre excepcional, empresario extraordinario, titán y “grande entre los grandes”, son algunos de los calificativos que hemos podido leer en la prensa escrita o virtual. Incluso ha habido quien, mezclando vida azarosa y obra ingente (y admirable), ha citado en su glosa a aquel ciudadano Kane cuya biografía inmortal nos dejó Welles escrita para siempre en celuloide. Algún periódico (de su propiedad) dedicó (en un solo día) una treintena larga de páginas a que su obra y su legado pudieran ser encomiados por gentes de toda clase y condición (entre ellos, varios presidentes y presidentas de la nación de naciones, además de conspicuos banqueros y triunfantes capitanes de empresa). Lara Bosch heredó el respetable imperio editorial de inicial estructura familiar que había creado de la nada José Manuel Lara Hernández —aquel novelesco y atrabiliario emprendedor de posguerra al que no se le caían los anillos cuando le recordaban que había oficiado de boy de Celia Gámez— y supo convertirlo en el complejo conglomerado multinacional que es hoy día, y en el que el libro —el origen de todas las cosas— ya no constituye la parte más mollar de la abultada cifra de negocio. Porque Lara Bosch, que en sus últimos años solía confesar que añoraba sus viejos tiempos de editor de mesa (“fue cuando más me he divertido”), se reveló tras la trágica muerte de su hermano pequeño —que era quien mandaba antes, pero esa es otra historia— como un empresario puro, un patrono con enorme capacidad de liderazgo y olfato aguzadísimo que sabía ver la oportunidad allí donde se encontrara: cerca de 10.000 empleados, una megacorporación con un centenar de empresas que operan en áreas de negocio muy diferentes y una apabullante cuenta de resultados dan buena fe de ello. En todo caso, como editor fue, tras el fallecimiento de Jesús de Polanco y la posterior fragmentación del grupo que fundó, el último superviviente de una irrepetible generación que, en el último cuarto del siglo XX, consiguió situar a la edición española en el palmarés de la edición mundial, después de un dramático proceso de compra y concentración de sellos editoriales que transformó para siempre la estructura del sector y lo puso al paso de la industria del libro y de contenidos de los países más avanzados. Planeta, primera empresa editorial del mundo de habla hispánica (y catalana) y segunda de Francia, tiene hoy en sus catálogos cerca de 15.000 autores de los que pone en circulación 130 millones de ejemplares, un par de cifras para el libro Guinness (que, por cierto, también publica). Entre sus mayores méritos estuvo el de saber rodearse de los editores apropiados para cada momento (que a lo mejor no lo eran para el siguiente) y, una vez más, ‘oler’ antes que otros lo que demandaban los gustos siempre tornadizos y proteicos del público mayoritario. Simpatizante del Partido Popular y declarado liberal (en el sentido que la derecha da al término), aprendió del patriarca admirado que su obligación como empresario era situarse muy cerca del poder, no importa en manos de quién estuviera: la lista de autoridades en ejercicio (a los que luego pedía libro) y de eximios cesantes invitados a las célebres cenas de un premio perpetuamente en entredicho dan buena cuenta de ello. Como también lo da el ecuménico (y oportunista) reparto ideológico de los medios de comunicación que controla su grupo, o la evidente influencia de Planeta —que logró desplazando a Santillana, su gran rival— en las instituciones clave del sector editorial, por no hablar de los pingües beneficios que le ha proporcionado su relación privilegiada con la RAE, que siempre cuidó con especial esmero. Se fue Lara Bosch, pero sigue su imperio. En todo caso, ahora, fallecido y llorado el editor excepcional, llega el momento de una sucesión en la que, si doy crédito a mis topos (a veces un tanto agoreros, debo añadir), no todo podría estar tan atado y bien atado como sería esperable. Que el patriarca Lara, desde el Valhalla imperturbable de los editores muertos, reparta suerte.
Brecht
Libros del Zorro Rojo, un sello hispano-argentino que cumple su primera década de existencia, apostó desde el principio por la edición de libros en los que calidad literaria, ilustración esmerada y diseño audaz formaran un todo indisoluble. Hace 10 años, cuando todavía muchos lectores enarcaban las cejas cuando se les recomendaba una novela gráfica o un libro ilustrado para adultos, la empresa no estaba exenta de peligros. Desde entonces, el sello ha crecido, diversificando su producción y construyendo un catálogo alejado de lo convencional, en el que alternan álbumes infantiles, clásicos lejanos o próximos ya publicados anteriormente, y ediciones originales ilustradas por artistas contemporáneos. El último que ha llegado a mis manos es la breve Balada del consentimiento a este mundo, que hermana un feroz y combativo poema de Bertolt Brecht —compuesto hacia 1931 o 1932 antes de la llegada de quienes “están a punto de degollar a la humanidad”— con unas ácidas ilustraciones de Henning Wagenbreth, miembro de la deslumbrante generación de artistas gráficos de vanguardia muy influidos por el neoexpresionismo (y, antes, por George Grosz) que floreció en Alemania en los ochenta. El poema de Brecht, que arremete contra burgueses, militares, políticos, profesores y periodistas, está contado por un narrador cínico y egoísta que representa el consentimiento con que, por miedo o comodidad, la “buena gente” acepta el letal recorte de libertades de los profetas totalitarios.
Semana
Hay semanas (reconozco que no abundan) en las que todo conspira para hacer(me) más agradable la vida. La última comenzó con la lectura de un nuevo (y aún inédito: pronto les diré quién lo publica) libro de poemas, luminoso y maduro, de mi amigo Luis Suñén: uno de esos escasos poemarios contemporáneos que se leen con un sentimiento creciente de felicidad. Luego vino una revisión no planificada de esa obra maestra de terror y sabiduría narrativa que es Los pájaros (1963), de Hitchcock, con el cielo de Bahía Bodega infestado de aves metafísicas y justicieras, metáfora enigmática de todo lo ominoso que acecha en lo cotidiano (el amor incluido). Mi (mejor) semana en lo que va de año se completó con la lectura de dos libros muy diferentes: la estupenda novela de aprendizaje de Martín Casariego El juego sigue sin mí (Siruela) —en mi opinión, uno de los mejores premios Café Gijón de los últimos años— y la inmersión en araña, cisne, caballo (en minúsculas), el nuevo libro de prosas minimalistas y vibrantes de esa excelente narradora (y poeta) que es Menchu Gutiérrez (también en Siruela). Con semanas como esta, uno consigue olvidarse (solo intermitentemente) hasta de quién nos sigue gobernando.
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