Desvanecimiento
¿Seré yo acaso un accidente? ¿Una consciencia fantasmal? ¿Un ente de ficción?
Era un vuelo rutinario Madrid-Nueva York justo después del destemplado trémolo navideño. Temporada baja, pero con el aliciente adicional de pillar algo en las sustanciosas rebajas neoyorquinas de enero. La aeronave medio vacía dejaba confortables huecos para el asiento del pasaje y su servicio a bordo. La salida fue puntual y no hubo la menor turbulencia durante el trayecto. Como estaba previsto, en el momento indicado, se nos anunció por los altavoces que se iniciaba la maniobra de aproximación y aterrizaje, con las correspondientes noticias sobre el horario previsto del fin del vuelo y los datos meteorológicos que nos encontraríamos en Nueva York, donde, se nos advirtió, estaba nevando copiosamente. El descenso, entre tupidas nubes negras inacabables, no aconsejaba mirar por las ventanillas entonces casi sin perspectiva, de manera que, durante un tiempo psicológicamente interminable, flotamos sin visión, para remontar la altura perdida e iniciar una danza de giros, quizás en espera de poder afrontar con mejor fortuna el ansiado aterrizaje. Al cabo de un tiempo que se alargaba indefinidamente, el altavoz nos indicó que partíamos hacia otra pista sin determinar en mejores condiciones, pero, fuera donde fuese el aparato, ningún lugar parecía accesible, y, no sé cuántas veces, se abortaba la operación. A la confusión y los nervios encrespados del pasaje le siguió un abatimiento general, en el que se produjo un silencio que se confundía con el ronroneo de los motores, hasta que, al fin, percibimos como un descenso desesperado del avión. Quizás nuestra última visión fue la de una tierra que se nos venía encima y un sordo resplandor.
Era un soleado día de primeros de agosto en una hermosa playa del Cantábrico, que creía conocer al dedillo. El buen tiempo, raro por esa zona, hacía que el lecho arenoso estuviera muy concurrido de veraneantes en solaz. El mar no parecía intranquilo y todo invitaba a un baño. Buen nadador, me lancé al agua salvando las primeras líneas que tupían los metros próximos a la orilla, entregado confiadamente al rítmico movimiento de las brazadas. En un momento me detuve y miré a la todavía muy próxima costa. Vi que alguien me hacía señas desde la orilla. No le di importancia y decidí retomar el camino de vuelta por si esa preocupada buena persona pensaba que era un insensato. Lo hice enérgicamente para zanjar la cuestión. No levanté la cabeza hasta que creí que ya hacía pie. Descubrí entonces que una corriente me había arrastrado mar adentro y apenas si discernía el contorno de la playa. El pánico se apoderó de mí según se empequeñecía el horizonte terrestre. Pensé que estaba perdido. Recordé que la angustia del náufrago es tan fuerte que colapsa antes de ahogarse. Colapsé.
Paseaba despreocupadamente por un sendero de montaña un atardecer de otoño algo turbio, cuando descubrí una extraña ancha grieta en una pared rocosa que me intrigó porque parecía abrirse a un amplio pasillo, quizás el de una antigua mina abandonada o quién sabe qué. La curiosidad me llevó a adentrarme unos metros al amparo de la tenue luz que se filtraba por la entrada. De repente, me sentí caer en una fosa profunda. Al cabo de no sé cuánto tiempo, recobré el conocimiento. Estaba todo oscuro y mi maltrecho cuerpo era incapaz de moverse. No llevaba el móvil.
Me despierto una noche con la agitación de haber sufrido una terrible pesadilla, cuando observo, frente a mi cama, encima de una mesa, un ordenador encendido que parpadea. Veo en él escrito un texto donde se relatan tres accidentes mortales, cuyo autor lleva mi nombre, acompañado de la fecha de mi nacimiento y la de mi misteriosa desaparición. No comprendo lo que pasa. Intento salir de mi cuarto, pero no encuentro la puerta. ¿Estaré soñando? ¿Seré yo acaso un accidente? ¿Una consciencia fantasmal? ¿Un ente de ficción? Me entra una rara lasitud. Me desvanezco.
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