Hasta luego, cocodrilo (tictac, ñam-ñam)
Sobre Peter Pan, el poder aterrador del Doctor Jekyll, la literatura de comida y la caída en picado de las reediciones
Creía Marsilio Ficino, astrólogo además de filósofo, que el sueño era una de las vías mediante las que podía accederse a la vacatio animae, un estado durante el cual el alma abandonaba temporalmente al cuerpo y, libre de ataduras, vagaba libre por las esferas superiores. Ignoro si el sabio neoplatónico tendría también una explicación para las pesadillas, esas horrendas Némesis del descanso nocturno que tan a menudo me acechan y me dejan hecho polvo. La última tuvo lugar la noche del domingo, tras la victoria de Syriza: en el sueño me levantaba de la cama sobresaltado para averiguar quién era el responsable de los perentorios timbrazos que me habían despertado a altas horas de la madrugada. Al abrir la puerta de mi casa me encontraba con el señor Rajoy, quien, luciendo una seráfica sonrisa, y antes de que yo pudiera decir nada, me espetaba: "¡Hola!; solo venía a darte las gracias". Me desperté, agitado y sudoroso (y, ¡ay!, sin haberle contestado como se merecía) en ese mismo instante, con el corazón latiéndome al ritmo del tictac del reloj del Capitán Garfio, el mismo que se había tragado el cocodrilo del país de Nunca Jamás junto con la mano que le cortó Peter Pan, y cuyo sonido mecánico siempre anuncia la cercanía amenazante del saurio en busca de más porción de aquella carne corsaria que tan bien le había sabido. O, si se prefiere un símil más contemporáneo, con el mismo tictac movilizador y mediático con el que el líder de Podemos, a la vez sobrado y ambiguo, pretende marcar el tiempo (político) de mi onírico visitante nocturno: desde aquel "váyase, señor González" aznareño no escuchaba un mensaje político con tanta potencialidad para convertirse en eslogan. En todo caso, y por seguir refiriéndome a los sueños y a las personalidades opuestas, estos días he vuelto a leer, en traducción de Catalina Martínez Muñoz, y con las ilustraciones ya clásicas (1948) de Mervyn Peake (a las que, por cierto, restan intensidad los fondos naranjas de esta edición), El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886; ahora en Alba), de Robert Louis Stevenson, una de esas obras maestras que nunca terminan de dar lo que llevan dentro. Leída de nuevo esta historia inmortal, me sigue sorprendiendo su sencillez y su carga terrorífica, su inteligente desvelamiento progresivo de las claves del enigma, su modernísima habilidad para involucrar al lector, a través de varios narradores, en la tarea de desciframiento. En el substrato está la fijación de la literatura gótica tardovictoriana (como ocurre en el Drácula de Stoker, 1897) por la degeneración, la deformidad, la transgresión de las barreras naturales: nada en esta tenebrosa novela recuerda la cegadora luminosidad de La isla del tesoro (1883). Stevenson la escribió en estado febril (algunos biógrafos afirman que con ayuda de cocaína) en muy pocos días, obsesionado por narrar una historia de contenido filosófico que llegara al gran público. Y vaya si lo logró: su enorme recepción popular (la academia tardó mucho en incluirla en su canon) se prolongó repetidas veces en el cine de la primera mitad del siglo XX, donde su criatura escindida ("fue en el terreno moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad humana", explica Jekyll en su confesión) fue encarnada magistralmente por actores como Frederick March (Rouben Mamoulian, 1931) o Spencer Tracy (Victor Fleming, 1941), mis dos Jekyll-Hyde de celuloide favoritos.
Ñam-ñam
En la época de la desmaterialización de la comida en la mitad saciada del mundo, la gastronomía ha encontrado definitivamente un lugar privilegiado en el panteón del arte. La hiperestetización de aquella primitiva actividad esencial para la supervivencia es hoy absoluta: desde la imagen del cocinero de tasca de barrio disponiendo en el plato sus reducciones al Pedro Ximénez como si se trataran de drippings de Jackson Pollock hasta la batahola interminable de programas televisivos que nos enseñan cómo comer peor, pero emplatando el comistrajo de modo vistoso, todo revela esa pasión contemporánea por la gastronomía como forma de asequible (aunque no siempre) consumo conspicuo. Poco o nada recuerda nuestro remoto pasado de cazadores-recolectores, y menos aún de gargantúas (o heliogábalos) insaciables e ignorantes de aquellas manières de table que marcaban infranqueables barreras sociales. Claude Lévi-Strauss, al que nadie parece recordar, explicaba que la cocina es un lenguaje en el que se traduce inconscientemente la estructura de una determinada sociedad, algo aún más patente en nuestras sociedades homogéneas, mestizas y globalizadas. De esa evolución da también buena cuenta —y desde muy temprano— la literatura, como muestra la estupenda antología Escritos sobre la mesa (editorial Adriana Hidalgo), que llegará a las librerías españolas la próxima semana. Un centenar de autores —desde san Agustín a Virginia Woolf, de Boccaccio o Kafka a Austen o Cozarinsky— se explayan en textos cuidadosamente escogidos acerca de la comida y la bebida, los cocineros y las recetas, los comensales, la dieta, los ritos y modales de mesa, y casi todo lo que rodea a la preparación, presentación y consumo de los alimentos. Complemento muy oportuno de su lectura lo constituye la de El hambre (Anagrama), el último ensayo del cronista y narrador argentino Martín Caparrós, que reúne de forma apasionada y militante observaciones e investigaciones (ya utilizadas parcialmente para su novela híbrida Comí, Anagrama, 2013) realizadas a lo largo de un prolongado trabajo de campo que le llevó de Níger o Bangladés a Chicago o Barcelona con una misma obsesión: estudiar las muy diversas historias del hambre y de sus víctimas (una de cada nueve personas), de las formas que adopta, de la siniestra paradoja (inducida) de que millones de individuos malcoman en un mundo que (aún) produce alimentos suficientes para todos, y en el que la comida y su escasez se han convertido en objetos de especulación financiera.
Reediciones
Una de las consecuencias de la prolongada crisis económica sobre la política editorial ha sido el espectacular descenso de las reediciones; algo, por cierto, de lo que no se habla. Utilizando datos proporcionados por la Agencia del ISBN, compruebo que el número de reediciones registradas en 2009 fue de 5.917, mientras que en 2014 ha sido de 1.770: un descenso del 70% a lo largo de los años más duros. Como para contabilizar una reedición se hace necesario que el texto original haya experimentado modificaciones sustanciales que requieran un nuevo ISBN (a diferencia de las reimpresiones, con las que, a menudo, se confunden interesadamente), el descenso de las reediciones no parece afectar mucho a la literatura de creación. Lo que lleva a pensar que las grandes víctimas de ese descenso no son las novelas (o la poesía), sino los libros de referencia, los científico-técnicos y, en general, los ensayos. De modo que no les extrañe que al preguntar por alguno de ellos el librero le conteste que está "agotado".
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