Del mundo al barrio
Veinticinco años después de ser proyectado, Barcelona estrena museo del diseño. Reúne colecciones de artes aplicadas y la primera dedicada al diseño industrial español.
Que el esperado Museo del Diseño de Barcelona sea al final una infraestructura vecinal —por encima del centro pionero que cuando se pensó, hace 25 años, aspiraba a ser— no debería restarle cosmopolitismo. Y sí podría arraigarlo en Las Glorias, un barrio tan ilusionado con los cambios como temeroso de desaparecer a golpe de novedades. Así, puede que una decisión —que es más una consecuencia que una apuesta— apunte una opción de crecimiento para la ciudad.
Aunque el edificio del museo, que abrirá sus puertas el próximo 14 de diciembre, sea nuevo, ya ha sido estrenado. La crisis ha hecho que una biblioteca municipal ocupe parte del inmueble proyectado por MBM y bautizado popularmente como “la grapadora”. Ese ejercicio de convivencia inyecta vida al centro y, curiosamente, confiere llaneza a la institución. La presencia de jubilados y niños transforma el museo en una calle cubierta, que salva el desnivel entre las dos plazas que lo rodean. Ese uso confiere sentido a la forma icónica del inmueble, que finalmente sí actúa como una gran grapa en el tejido urbano.
Al final de la Gran Vía, el barrio de las Glorias es la última apuesta del Ayuntamiento barcelonés por desplegar otro foco de interés turístico que permita descongestionar el centro —volviendo a hacer habitable la Barcelona gótica—. Con esa finalidad se han levantado muchos de los edificios vecinos del museo: desde el flamante nuevo Mercado de los Encantes, de B720, hasta la anunciada reconversión en hotel de la Torre Agbar que diseñara Jean Nouvel. Todas esas infraestructuras que buscan despejar el antiguo centro podrían tener como consecuencia una muerte de éxito: la multiplicación de ese turismo que encarece los alquileres y empobrece la vida cívica. Ese es el escenario del nuevo museo. Por eso la convivencia con la biblioteca ofrece una inyección de realidad frente a la ciudad fantasmal que dibuja el turismo exacerbado.
Este tardío museo ha optado por un formato más del siglo XX que del XXI, pero puede recuperar la relación entre artesanía e industria, tan importante en la tradición española
Así, más allá del espectáculo de contemplar la transformación de Barcelona, el nuevo museo ofrece un recorrido por más de 2.000 piezas de las artes aplicadas y el diseño industrial español. Con una reserva de 68.000 obras más, el centro defiende una ambición integradora de las colecciones procedentes de los antiguos museos de la Indumentaria o la Cerámica. Y es esa ingente suma de objetos la que podría terminar por ahogarlo. ¿Qué hace una botella de leche Ram expuesta junto a un traje de Pertegaz? Fue la apuesta por la convivencia de muchas de las artes aplicadas la que motivó la fundación del museo. Por entonces, Barcelona era un referente mundial. La preparación de los Juegos Olímpicos había puesto la ciudad en el punto de mira internacional. Eso dio a conocer el trabajo de muchos diseñadores. “¿Estudias o diseñas?” fue en esos días la broma para medir la temperatura de la creatividad local. Se coronaba así una tradición —inaugurada en industrias sin agua ni electricidad— que, en los mejores ejemplos, logró la convivencia entre artesanía e industria. Esa convivencia es hoy lo mejor y lo peor de este museo, que ha basado su identidad en la acumulación, en lugar de reforzarla con la selección.
Así, es posible saltar del mundo de Balenciaga al universo burgués de las camas imperio. También conocer la vinagrera más plagiada de la historia —ideada por Rafael Marquina en 1961— o la butaca BKF, que tendió un puente entre el diseño catalán y el argentino en 1939. Pero un producto industrial es siempre un doble retrato. La producción en serie refleja las prioridades de una sociedad al tiempo que desvela su realidad industrial. Esa condición de espejo hace que una batidora, una moto o una lámpara que lleva más de medio siglo fabricándose hablen, además de estética y economía, de la vida de las personas. Pilar Vélez, directora del museo, ha organizado el diseño por conceptos dejando de lado la cronología. Así, la muestra revela qué es lo que convierte una botella de leche en un objeto cultural: que su diseñador, André Ricard, pensase en la mano del usuario cuando la ideó. Eso es la ergonomía: el diseño que atiende al uso y al cuerpo del usuario para decidir la forma del producto. Esa misma ergonomía puede hallarse también en los trajes.
Por eso, puestos a unir colecciones, ¿por qué no se organizan a partir de conceptos que atraviesen también las disciplinas? El Museo del Diseño podría haber sido una entidad pionera si se hubiera inaugurado cuando se pensó. Por entonces, Juli Capella y Quim Larrea organizaban en Barcelona muestras de referencia sobre Philippe Starck o Achille Castiglioni. Pasado el tiempo, frente al camino elegido por buena parte de los museos de diseño del mundo —que separan artes aplicadas de productos industriales—, el tardío Museo del Diseño de Barcelona ha optado por un formato más del siglo XX que del XXI. Esta decisión podría ser una temeridad o una audacia. Una apuesta así podría recuperar la relación entre industria y artesanía, un camino en el que la tradición española tiene historia, poso y todavía mucho que mostrar al mundo.
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