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EXTRAVÍOS
Columna
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Supervivencia

Nunca se ha hablado tanto del arte como ahora, aunque ciertamente nunca tampoco de una manera tan confusa y desordenada

Con la truculencia de quien se entrenó bien en el ejercicio crítico de la dialéctica marxista, el desengañado filósofo Boris Groys (Berlín, 1947), muy avezado en temas artísticos, ha trazado, asépticamente, en un ensayo titulado, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea (Caja Negra), un panorama inquietante sobre en lo que hoy se ha convertido el arte, no solo como un producto de consumo masivo, sino como una actividad por la que todos nos hemos transformado en artistas. “Por tanto”, nos dice, “la pregunta que surge es, ¿cómo puede un artista contemporáneo sobrevivir a este éxito popular del arte contemporáneo? O ¿cómo puede el artista sobrevivir en un mundo en que todos pueden, después de todo, ser artistas?”. Semejante interrogante es perturbador en la medida en que, si, en efecto, el arte se ha realizado, no se explica cómo siguen existiendo decenas de miles de artistas y, sobre todo, cómo pueden sobrevivir profesionalmente, salvo si son solo una especie de monitores y/o programadores para el general solaz. Según Groys, hay dos desarrollos fundamentales que contribuyeron a este cambio: “El primero es el surgimiento de nuevos medios técnicos para producir y distribuir imágenes, y el segundo es un giro en nuestro modo de entender el arte, un cambio en las reglas que usamos para identificar qué es arte y qué no lo es”.

De todas formas, haya pasado lo que sea, el hecho incontrovertible es que sigue habiendo artistas, por mucho que ahora sean esclavos del público; esto es: del consumo anónimo o, simplemente, del mercado, y, encima, que nunca se ha hablado tanto del arte como ahora, aunque ciertamente nunca tampoco de una manera tan confusa y desordenada. Como, para aclarar la confusión reinante al respecto, Groys, al comienzo del ensayo, aduce que él ha abandonado la perspectiva estética, dominante en nuestra época, para situarse en otra poética, más tradicional, que fue la de quienes históricamente inventaron el arte, los griegos, me atrevo, por mi parte, a afirmar que, desde entonces, nadie ha sido capaz de enmendarles la plana, o, lo que es lo mismo, que nadie ha logrado definir de otra manera mejor qué es el arte.

En este sentido, la pensadora judía, de nacionalidad germano-estadounidense, Hannah Arendt (1906-1975), en el capítulo titulado ‘La permanencia del mundo y la obra de arte’, incluido originalmente en su deslumbrante ensayo La condición humana y ahora compilado en un libro antológico recién editado en nuestro país, Más allá de la filosofía. Escritos sobre cultura, arte y literatura (Trotta), afirma “que el arte ha sobrevivido de manera gloriosa a su separación de la religión, la magia y el mito”; esto es: al corrosivo proceso de la secularización moderna. Arendt se lo explica además porque el arte es esencialmente un producto del “pensamiento puro”, un proceso que, según ella, no hay que confundir con el de la “cognición” o el del “razonamiento”, los cuales a diferencia del primero, tienen un objetivo claro y/o una orientación pragmática. Aunque no podamos meternos aquí en los profundos y apasionantes berenjenales que tales afirmaciones comportan, el que el arte esté asociado con el “pensamiento puro”, que carece de utilidad y de finalidad, significa, entre otras cosas, que se pregunta gratuitamente por lo que nadie, en principio, se interroga; esto es: que se trata de un proceso en el que las preguntas se encadenan sin respuesta alguna. Esta es la razón, a mi modo de ver, del excepcional valor del arte en un mundo como el actual, donde no se admite que no haya respuestas para todo, aunque sea a costa de alienar ciegamente nuestra capacidad inquisitiva, la única manera de revertir la fatalidad de nuestro destino mortal. De esta manera, aunque, como agudamente Groys nos advierte, es posible que el arte corra hoy serios peligros de supervivencia y usurpen su función muchos impostores, baste con que alguien mantenga una radical posición interrogativa para que el arte mantenga su existencia gloriosa.

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