Amando a un imbécil
Han pasado 25 años y uno sigue sorprendiéndose de la potencia de los gags, de la narración aparentemente convencional y –sobre todo- de la sublime indiferencia de los personajes con la audiencia. Parece algo normal a vista de pájaro, ese tipo que te saca de quicio desde la pequeña pantalla pero que acabas amando por puro masoquismo. HBO se ha hinchado de vendernos personajes así, AMC ha hecho lo mismo. Incluso NBC, la BBC o ABC han propuesto a su público figuras odiosas que acaban haciendo la llamada de la selva a nuestros instintos más primarios.
Pero hace un cuarto de siglo la cosa era menos sencilla: un humorista de Nueva York, su ex novia bocazas, el amigo miserable, el vecino gorrón y el cartero con hechuras de villano. Un cartel de figuras que hubiera tirado para atrás a Mahatma Gandhi; neoyorquinos paranoicos que resultan incomprensibles de entrada, egoístas de manual con ataques de adolescencia y adultos a los que lo de la madurez les ha pillado ya mayores. Eso era Seinfeld, un galimatías incomprensible de identidades con las que era poco menos que imposible empatizar, empeñados en comer mal y escabullirse de cualquier compromiso.
No es extraño que NBC intentara venderles a Fox los derechos después de ver el primer capítulo. Tampoco lo es que la serie tuviera más avisos de cancelación que The wire o que los ejecutivos no quisieran saber nada de los creadores del asunto, un productor llamado Larry David y un escritor llamado Larry Charles, a los que consideraban un par de chiflados.
Pero, ¿cuál fue el secreto de Seinfeld, probablemente la sitcom más famosa de todos los tiempos (con permiso de Friends)? Seguramente una concatenación de factores sublimados por la materialización de situaciones universales por las que todos hemos pasado en un momento u otro y que los protagonistas de la serie afrontan con un ánimo cristalino (incluso cuando deciden ser hipócritas no pueden evitar serlo con arrojo) que a veces roza la insumisión social: la masturbación, la religión, el trabajo, el sexo (ese momento en que se visualiza una partida de ajedrez entre un pene y un cerebro), el mundo de las sopas, los bebés feos, la cirugía estética o perderse en un parking.
La eliminación por aniquilamiento de la corrección política lleva a Seinfeld a cuotas de humor de un salvajismo sin precedentes, posiblemente sólo igualado por Curb your enthusiasm (del propio Larry David) que sin embargo no necesita usar recursos visuales extremos o lenguaje inapropiado. En ese especie de envoltorio blanco, inofensivo, que vemos hasta en el vestuario del protagonista (con sus eternas zapatillas deportivas) se encuentra la mejor baza de una serie sin ínfulas, descarada, que probablemente bebe más de los legendarios clubes de improvisación neoyorquinos que de ninguna retórica televisiva y que se atrevió por primera vez a pedirnos que le cogiéramos cariño a un imbécil.
Jerry, George, Kramer, Elaine y Newman forman parte de una liturgia que en el caso de Estados Unidos ha acabado por penetrar en todos los recodos de la sociedad (naturalmente, con mayor incidencia en las costas del país), influenciando lenguaje, literatura y naturalmente, televisión.
No faltan los que ven —y seguramente con razón— en Seinfeld la alargada sombra de Woody Allen o de los Bruce y Kauffman de turno, pero el gran mérito de la serie es haber conseguido triturar sus referentes hasta crear un universo propio que acaba siendo auto-referencial casi por inercia.
Además, el enorme mérito de este producto que parecía condenado a la hoguera es seguir siendo relevante, estandarte inconfundible de la comedia más irreverente y puntera. Si David Simon utilizaba aquel ‘que se joda el espectador medio’ para ilustrar la actitud de The wire con el espectador, Seinfeld amplió el concepto a un arco mucho más amplio y redondo: 'que se jodan todos'.
* Recuerda más Series de siempre
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