Pesadilla Koons
Me siento obligada a advertirles de que la de Jeff Koons es una exposición que se pueden perder


Siempre lo pienso: no malgastar el tiempo hablando de lo prescindible. Luego, de pronto, se me sube la sangre a la cabeza y me pongo guerrillera, sobre todo porque se va a comentar mucho la muestra y va a estar muy a mano —en unos meses visitará el Guggenheim de Bilbao—, así que me siento obligada a advertirles: se trata de una exposición que se pueden perder. Mejor dicho: que deben perderse. Ya sé que les bombardearán los anuncios, que les sonará muchísimo el nombre del artista, tan mediático, siempre récord de subastas. Pese a todo deben mantenerse firmes y no ir: seguro que se ahorran una exasperación irremediable ante lo banal que para mí completa el eterno buen humor y la sonrisa de niño bueno, un poco a destiempo, de Jeff Koons. A veces me parece que sonríe con cierta sorna frente a la credulidad del público, ése que se traga toda la puesta en escena y sus precios astronómicos en las casas de subastas. Qué carísimo es Jeff Koons, por favor —las cosas valen lo que alguien está dispuesto a pagar por ellas—. Pasa con Koons y con su sucesor, el inglés Hirst, quien también dio mucho que hablar con la calavera de brillantes, la venta directa y el resto de misterios del mercado que sólo los oligarcas, el nuevo dinero un poco hortera, entienden. Ha pasado hace poco con otra “chica Saatchi”: la cama de Tracey Emin comprada por 150.000 libras, parecería, ha pasado a valer millón y pico en una reciente venta. Un excelente negocio, desde luego, para la cama más circulada en los últimos años.
El caso es que Jeff Koons, sonriente y millonario, ha llenado el Museo Whitney de Nueva York al completo con obra innecesaria y abundantísima, una burla de las sofisticaciones sobre/contra el mercado de Warhol que, de verdad, ya había inventado lo que Koons puso en práctica desde los ochenta. Es una despedida algo inaudita para un centro que tiene a menudo propuestas interesantes, incluso cuando algunas de las últimas bienales han dejado bastante que desear. Y ha llamado a la reflexión sobre las trivialidades de cierto sector del arte actual que no hace sino dar la razón a los que dicen “vaya tomadura de pelo”. Eso es lo malo de propuestas como las de Koons: dar argumentos a los que piensan que el arte producido ahora mismo es un montón de estupideces para incautos. Son los típicos argumentos que no distinguen entre estrategias y creen que Duchamp es tan falaz como algunos de sus seguidores más insustanciales.
En la muestra —que se hace eterna sala tras sala— se resume una trayectoria larguísima de Koons: a punto de ser interesante en los primeros años, incluso con sus apropiacionismos y sus imágenes del entonces mediático Michael Jackson con el monito todo de oro, una escultura tan circulada como la cama de Emin; pasando por sus “actuaciones” con la pornoestrella Cicciolina; hasta llegar a la obra reciente para la cual por mucho que busco no encuentro el adjetivo. Aunque lo peor de la exposición es que se tiene la sensación de que está todo muy visto, entre otras cosas porque los ochenta han envejecido mal, y no se ha hecho un poco de editing, quitando lo que sobra que es casi todo. Entonces, en los ochenta, los warholitas neoyorquinos —y los que no eran warholitas— pensaban que tenían toda la vida por delante, el mundo abierto, las posibilidades infinitas. De aquello queda poco y el rey del pop es hoy, sobre todo, el rey de las finanzas. Y no sigo porque hablar de dinero es una ordinariez y si no se habla de dinero en esta exposición queda poco por decir.
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