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LLAMADA EN ESPERA
Columna
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Puntadas mágicas

Las mujeres encontraron en la aguja cierto territorio para la contemplación

Estrella de Diego

Un día, observando el llamado “tapiz de la Creación” en la catedral de Girona, esa pieza asombrosa entre los pocos bordados que se conservan del románico, una experta en el tema me comentaba cómo en algunos casos los trozos arrancados no eran el síntoma de los estragos del tiempo: en determinadas ocasiones se trataba de pedazos literalmente cortados. En las catedrales, entre cuyos fondos se conservan con frecuencia bordados extraordinarios, seguía contándome, en el pasado se habían quitado trozos de tela para limpiar zapatos o para otros menesteres domésticos —tela útil sin muchos miramientos—. ¿Qué consideración merece, pues, un bordado, esa pieza anónima —o sin autor reconocido más bien—, obras incluso colectivas, a menudo fruto del trabajo de unas mujeres que encontraban en la aguja cierto territorio para la contemplación y que daba cuenta de la imposibilidad social de dibujar —en este sentido, y por seguir hablando de la Edad Media, Hildegarda de Bingen es excepcional?

Esos huecos en el relato —tal y como ocurre con el “tapiz de la Creación”— tomaban, así, la forma contundente de una metáfora: eran las ausencias, sobre todo las omisiones, que la historia iba imponiendo a las obras consideradas “menores” por la tradición y que sólo en épocas recientes, cuando el concepto de los “grandes genios” y las “grandes obras de arte” se ha revisado —menos mal—, ha dado un vuelco en la narración. ¿Y si una parte esencial del relato colectivo surgiera en medio de esa fractura, en ese borde sutil y vulnerable que habla del trabajo anónimo, desde los bordados o los tapices hasta ciertas formas de diseño? Más aún: ¿y si esas obras consideradas “menores”, y a menudo fruto del trabajo de mujeres, eran tales porque habían salido de las manos de las mujeres? Dicho de otro modo: ¿las hacen las mujeres porque son “menores” o son “menores” porque las hacen las mujeres?

La situación ha cambiado mucho en estos últimos años y, junto con las mujeres artistas, los grandes museos han ido rescatando esas “artes menores”, y en especial anónimas, que antes estaban arrumbadas y hasta mal conservadas. Está ocurriendo ahora en una exposición en el Museo de Bellas Artes de Boston, uno de los mejores de la Costa Este norteamericana, donde se exhiben quilts —colchas hechas con retales de tela en ocasiones asociadas a comunidades como la amish o la afroamericana—, y que reúne obras de la solvente colección Pilgrim/Roy. En la muestra pueden admirarse trabajos desde finales del XIX, pasando por otros más recientes, asociados al pop o el op art, poniendo en evidencia el uso certero de unos patrones decorativos y, en especial, una utilización del color realmente deslumbrante y asociada a artistas como el propio Albers, lienzos intercalados entre las telas no como influencia, sino como coincidencia. De hecho, en la mayoría de los casos, el trabajo compositivo, las soluciones apasionantes del color que aparecen en las quilts expuestas, no tiene implicaciones directas con los trabajos de los grandes maestros, sino que llega hasta los creadores de las quilts de un modo intuitivo, una propuesta del color y sus combinaciones que puede incluso estar relacionada con las tradiciones de procedencia y los cambios en las modas.

Paseando por las salas de Boston entre esos juegos de color —algunos firmados por mujeres, otros anónimos— me he puesto a pensar en todo lo arrancado a las telas, a los bordados, a esas manos que a lo largo de la historia han pasando horas tratando de narrar de un modo diferente. Y me he puesto a pensar en esos retazos de tela —de narración— robados y arrasados que poco a poco ha tenido que recoser la mano para reconstruir la historia: puntadas mágicas.

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