Muchas historias que contar
La literatura, dice el escritor Colum McCann, nos recuerda que no toda la vida ha sido escrita ya
Una novela aspira al resumen completo de algo: una vida, una conciencia, una ciudad, un solo día, una casa, un mundo. Una novela estalla como un universo a partir de una semilla mínima, una imagen o una sola frase o un nombre, y al leerla se siente el vértigo de su materia en expansión, sucediendo en la lectura y en la imaginación del lector de una manera muy semejante a como sucedió en el proceso de la escritura. Las mejores novelas contienen el resultado final y también el flujo intacto del proceso creativo; su proliferación está equilibrada por la fuerza contraria del sentido del orden. La novela tiene que parecer ilimitada y desordenada y azarosa porque el mundo que intenta retratar lo es: pero también ha de ofrecer la sensación de un poderoso orden interno, igual que por debajo de los pormenores y las percepciones de lo real actúan unas cuantas leyes físicas, modelos que se repiten siempre en la infinidad de sus variaciones posibles. No es casual que la gran edad de la novela sea también la de otra forma con aspiraciones semejantes de totalidad, la sinfonía. Las primeras grandes novelas de Balzac y Stendhal son contemporáneas de las sinfonías de madurez de Beethoven. Y la novela y la sinfonía van ensanchando sus ambiciones y rompiendo los límites previamente aceptados con una propensión paralela de desmesura: Mahler y Proust parecen empeñados en un desbordamiento parecido, en duraciones expansivas que podrían no acabar nunca, que avanzan como glaciares arrastrando con irresistible lentitud todo lo que encuentran a su paso. En 1909, en una polémica célebre, Mahler refuta la idea clásica de la sinfonía como afirmación de “elegancia formal” y “lógica profunda” que defiende Sibelius: “¡No! La sinfonía tiene que ser como el mundo. Tiene que abarcarlo todo”.
La novela exige del lector un esfuerzo de imaginación que lo es también de extrañamiento de sí mismo: dejar en suspenso la cansina familiaridad del yo para aventurarse en mundos y en vidas que son fantásticas no porque sean imposibles sino porque son los mundos y las vidas de otros. Y ese esfuerzo por parte del lector se corresponde con el que el novelista ha tenido que hacer previamente, tanto si lo que cuenta se basa en experiencias propias o cercanas a él como si es del todo inventado o sucede en lugares o en tiempos que él —o ella— no ha conocido. En el primer caso, el material autobiográfico se vuelve novelesco porque el escritor lo cuenta como si le hubiera sucedido a otro; en el segundo, el salto cognitivo es mayor, porque el relato de lo ajeno, de lo del todo inventado o lo muy distante sólo dará una impresión de verdad al lector si el novelista no lo cuenta como si lo hubiera vivido o lo estuviera viviendo.
Una novela aspira al resumen completo de algo: una vida, una conciencia, una ciudad, un solo día, una casa, un mundo
Pienso con gratitud en esos atributos inmemoriales del oficio de contar leyendo la última novela de Colum McCann, Trans-Atlantic, y volviendo después de ella a la anterior, Let the Great World Spin. En cada una de ellas circulan mezclados personajes ficticios y personas reales, y se cuentan cosas inventadas y otras que sucedieron de verdad y sobre las que existen testimonios seguros. En las dos, los hechos y los personajes inventados son menos inauditos que los de la realidad. Quién inventará un personaje más improbable que el acróbata Philippe Petit, o una hazaña tan fantástica como su travesía sobre un cable tendido entre las dos Torres Gemelas, todavía inacabadas, un día del verano de 1974, en una Nueva York al filo de la quiebra, asolada por la decadencia y el delito. Hay algo también de acrobacia narrativa en comenzar así una novela, en un punto tan alto, en todos los sentidos, en esa figura imposible y diminuta vista desde las aceras, asomada al vacío, atreviéndose a cruzarlo con una lenta ligereza de ballet casi suicida. Transatlántico empieza más alto aún, en un avioncillo de madera y tela y alambre de 1919, sacudido por los vientos y perdido entre las nubes, volando encima del océano, a punto de ser desbaratado en cualquier momento como una cometa, pilotado por dos veteranos de la guerra que acaba de terminar, en una travesía más larga, pero no más temeraria que la del acróbata Petit, la primera en avión del Atlántico Norte, entre Terranova e Irlanda.
Irlanda y América son los dos polos de la imaginación narrativa de Colum McCann, irlandés emigrado muy joven a Estados Unidos con la intención explícita de explorar el mundo y de escribir una gran novela. En Let the Great World Spin un irlandés muy joven y recién llegado se encuentra de golpe en el Bronx apocalíptico de los años setenta, una ciudad en ruinas habitada por chacales humanos y víctimas y muertos en vida, y un funambulista algo lunático planea el más difícil de todos los más difícil todavía. En Transatlántico el arco temporal y espacial se ensancha para abarcar más generosamente el tamaño del mundo. El esclavo fugitivo y admirable agitador Frederick Douglass viaja a Dublín en 1845 para propagar la causa del abolicionismo y descubre al mismo tiempo la posibilidad asombrosa de ser tratado como una persona normal y una desgracia todavía más pavorosa que la de la esclavitud: la pobreza y el hambre de los campesinos irlandeses en los años de la ruina de las cosechas de patatas. Los dos aviadores veteranos de guerra emprenden su travesía y se encuentran perdidos en una tormenta sobre el mar, y cuando creen que están a punto de estrellarse contra las olas las nubes se abren y ven con incredulidad los verdes y los grises de Irlanda. En 1978, en medio de la casi guerra civil en Irlanda del Norte entre católicos y protestantes, un joven se interna de noche en un lago, en una barca silenciosa, para observar las constelaciones, y la bala de un terrorista, no se sabe si de los unos o de los otros, le quita la vida. En 1998 un senador americano, George Mitchell, consigue a base de obstinación y astucia que se firmen los acuerdos del Viernes Santo entre protestantes y católicos. En 2012 una mujer que vive sola con un perro en una casa cerca del mar se acuerda del hijo que murió en 1978 y oye, en mitad de la noche, golpes como de pedradas que son las ostras que las gaviotas tiran contra el tejado para que se rompan sus conchas. El pasado es tan real como el presente y lo real posee toda la vehemencia magnífica de la ficción. En el universo de la novela se cruzan como en un acuario las personas reales y las criaturas inventadas, y brillan como los relámpagos de las sinapsis las conexiones del azar y de las genealogías: la mujer que vive sola con su perro en Irlanda del Norte en 2012 es bisnieta de una criada muy joven que asistió a Frederick Douglass en Dublín y que emigró a América huyendo del hambre. La literatura, dice Colum McCann, nos recuerda que no toda la vida ha sido escrita ya; que todavía quedan muchas historias que contar.
Transatlántico. Colum McCann. Traducción de Marta Alcaraz. Seix Barral. Barcelona, 2014. 368 páginas. 20 euros
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