La higiene más letal
Al contrario de la imagen que proporcionarían las novelas, la Gran Guerra fue recibida por la mayoría de los pueblos de los países beligerantes con enorme júbilo
La Gran Guerra, que marcó el inicio de lo que Eric Hobsbawm llamó “el corto siglo XX” —un continuum histórico que se extendería desde 1914 hasta la caída del “comunismo de Estado” (1991)—, ha suscitado un sinfín de interpretaciones literarias. Y lo sigue haciendo: ahí tienen, por ejemplo, Nos vemos allá arriba (Salamandra), la novela de Pierre Lemaitre, premio Goncourt de 2013.
En la neutral España, el corpus literario más significativo en torno a la guerra corrió a cargo de Vicente Blasco Ibáñez, cuya fama se globalizó a partir de Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) y, sobre todo, de la traducción de la astuta Charlotte Brewster Jordan, que había tenido la inteligencia de comprarle a Blasco por 300 dólares (una cantidad miserable comparada con la que ella cobraría) los derechos de traducción al inglés de la novela. El libro, que se publicó en EE UU en 1918, se convirtió en un apabullante best-seller (Dutton and Company vendió medio millón de ejemplares en las primeras semanas), y su autor —consumado valedor de la causa aliada y francófila— emprendió una agotadora y triunfal gira de promoción (como ven, el carrusel de los autores tiene una larga historia) de ocho meses por EE UU que algún crítico ha definido de auténtica “campaña de españolismo”.
En medio del clima de entusiasmo bélico que siguió a la (tardía) entrada en guerra de la gran potencia, Blasco tuvo ocasión de explicarse en universidades, templos, sinagogas, circos, rascacielos corporativos, cines y hasta en West Point, donde suscitó el arrebato de los cadetes. Enseguida —pero ya con la guerra acabada y Europa en ruinas— vendría Hollywood, que había comprendido el espectacular potencial de una novela con ingredientes tan universales como la saga de una familia dividida y las vicisitudes y traiciones de un amor ilícito, todo ello en medio de una historia coral que transcurre durante la más devastadora de las guerras: en 1921 se estrenó con enorme éxito la versión cinematográfica de la novela (Blasco acabó percibiendo 200.000 dólares por los derechos), dirigida por Rex Ingram y en la que los amantes Julio Desnoyers y Margarita Laurier están interpretados por los casi desconocidos Rudolph Valentino y Alice Terry (en su remake de 1962, Vincente Minnelli escogería a Glenn Ford e Ingrid Thulin). Si les apetece ver una de las más icónicas escenas de la película, no se pierdan en YouTube el tango canalla, silente y calentón que se marcan en un bar de Boca (y que causó una epidemia de furor tanguista en todo el mundo) Valentino y la entregadísima bailarina Beatrice Domínguez.
Hollywood comprendió el potencial de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, una novela con ingredientes universales que transcurre durante la más devastadora de las guerras
Por lo demás, Blasco, de cuya preocupación por la guerra dan buena cuenta no sólo las decenas de artículos que sobre ella escribió, sino el lanzamiento —cuatro meses después del estallido— de su colección de fascículos semanales (otra idea antigua) Historia de la guerra europea, continuó su friso narrativo en otros dos libros. El siguiente fue Mare nostrum (1918), una novela con ingredientes mitológicos (y homéricos: el personaje principal se llama Ulises Ferragut) que tiene al Mediterráneo como verdadero protagonista de una historia de guerra y espionaje (con submarinos alemanes hundiendo buques aliados) plagada, como es habitual en el autor, de personajes arquetípicos y de sobresaltos narrativos y golpes efectistas.
En medio, como siempre, una historia de amor contrariado entre el héroe “homérico” y la espía Freya (un nombre que Blasco le tomó prestado a Conrad o a Wagner), moldeada literariamente con algunos mimbres de (la real) Mata Hari. Rafael Gil la llevó al cine en 1948, trasladándola al escenario de la nueva guerra mundial, con Fernando Rey y María Félix como protagonistas: vean en YouTube a la sensual actriz mexicana cantando Quiéreme. La tercera novela, que cierra el ciclo blasquista sobre la Gran Guerra y enfatiza el alegato pacifista de las dos primeras, es Los enemigos de la mujer (1919), en la que el escenario se traslada a Montecarlo y su casino, y la acción, a una retaguardia privilegiada y poblada de parásitos sociales, ociosos y ricos (o arruinados) indiferentes a los desastres de la guerra. Para que nadie se haga una idea equivocada, les diré que el título de la novela proviene del nombre que se dan a sí mismos los miembros de un grupo que se reúne en torno al príncipe ruso Miguel Lubimoff, un libertino ahíto de placeres que no desea que la amistad con sus amigos se vea “perturbada” por la presencia de mujeres. Que yo sepa, nadie ha llevado esta novela al cine, quizá porque ningún guionista (como me ha pasado a mí) haya podido terminarla de leer. Tanto las dos primeras novelas del ciclo (con mucho, las mejores) como la última se encuentran en los tomos IV y V de la estupenda edición de Novelas de Blasco Ibáñez, a cargo de Ana Baquero Escudero, que ha publicado la Biblioteca Castro.
Heridas
Al contrario de la imagen que proporcionarían las novelas, la Gran Guerra fue recibida por la mayoría de los pueblos de los países beligerantes con enorme júbilo. Sólo algunos pacifistas —rápidamente estigmatizados como “traidores”—, y el sector más izquierdista de la socialdemocracia se atrevieron a mostrar su oposición a la guerra “imperialista”. Al otro lado estaban los que esperaban con fervor que el conflicto fuera la partera de un nuevo mapamundi o, más apocalípticamente, la ocasión para el “arreglo final de cuentas”. Y también los más exaltados vanguardistas, que la veían como la “única higiene del mundo” (Marinetti) o que sentían, como escribió Almada Negreiros en 1917 —cuando los muertos ya se contaban por cientos de millares—, que “la guerra es la que devuelve a las razas toda la virilidad perdida en las masturbaciones refinadas de las viejas civilizaciones”.
Las novelas, por el contrario, fueron tempranos testigos del horror: entre 1916 y 1930 —cuando ya se escuchaban nuevos tambores de guerra— se publicaron algunas de las mejores: El fuego (Henri Barbusse; El Viejo Topo) vendió más de 250.000 ejemplares en 1916, iniciando el boom de la literatura sobre la Primera Guerra, que culminaría en cierto modo con dos novelas publicadas en 1929: Adiós a las armas (Hemingway; Tusquets) y Sin novedad en el frente (Erich Maria Remarque; Edhasa). Entre esas fechas se suceden muchas grandes novelas antibélicas firmadas, entre otros, por Dos Passos, Hasek, Zweig (Arnold), Ford Madox Ford, E. E. Cummings, etcétera.
Pero hoy me gustaría mencionar algunas de las que se ocuparon, aunque de modos muy diferentes, de los traumas y las neurosis de guerra sufridos por los antiguos combatientes. Novelas modernistas que, como El regreso del soldado, de Rebecca West (1918); La señora Dalloway (1925), de Virginia Woolf (con la trágica figura de Septimus Warren Smith), o La paga de los soldados (1926), de William Faulkner, focalizan el horror de la guerra en las secuelas físicas y mentales de los excombatientes. Muchos años más tarde, ese mismo asunto volverá a encontrarse en el corazón de dos historias excepcionales: Johnny cogió su fusil (1939), de Dalton Trumbo (El Aleph), y la trilogía Regeneración (1991-1995), de Pat Barker, cuyo primer volumen publicará Galaxia Gutenberg en septiembre.
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