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Entre la confesión y el diario

En 'Agnès' Catherine Pozzi se escapa del discurso de la época a través de una astucia secular que hace que su mundo sea completamente terrenal y de carne y hueso

No conocía este libro de Catherine Pozzi (París, 1882-1934), Agnès, solo su famoso diario que había empezado a escribir desde los 10 años. Recuerdo una frase de Philippe Lejeune, especialista en el género: “En realidad se trataba de una persona que se sentía realmente sola”. Y es lo que golpea la mirada cuando se lee Agnès, el único texto en prosa de la autora que ha inspirado varias versiones sobre su existencia, como la que se menciona en el prólogo, que estuviese dedicado a una amiga querida desaparecida o que fuese Paul Valéry poeta el verdadero autor. No olvidemos que ya se ha especulado en la literatura francesa con algo similar, el caso de Historia de O, del cual se pensó que Jean Paulhan era el autor y no Pauline Réage, como se supo más tarde. Pozzi y Valéry tendrán una relación que durará muchos años, secreta por momentos, otras luminosa bajo la promesa de que Valéry se separará de su esposa para ser esa persona “esperada”, el alter ego que Pozzi, como autora, pudo haber deseado. Una suerte de Sartre para Beauvoir. Pero ¿es tanto así? Creo que se le ha inventado una deuda con Valéry que otros han visto como aprovechamiento del poeta sobre la autora, un poco como se interpretó la relación de Rodin con Camille Claudel.

Al margen de los estereotipos de la pareja literaria, Agnès mantiene una tensión entre la confesión y el diario, sin el tiempo cronológico de este último. Pozzi emplea la misma técnica de autoanálisis dirigida a una segunda persona, que puede ser Dios o la persona amada. Es la crisis de fe de una mujer que pasa de un ateísmo religioso a un nuevo ateísmo amoroso donde la soledad parece la única categoría verdadera. Por momentos me recordaba al diario de otra autora, Marie Bashkírtseva, y si el texto de Pozzi parece tan completo, pese a su brevedad, a lo mejor es porque en él parece imponerse esa necesidad de la que hablaba Blanchot de salir de “ese punto atroz del neutro” que anunciaba la desaparición del autor(a), en este caso la desaparición de una mujer como historia encarnada. Es la amenaza más cruel sobre las mujeres que escribían, es decir, no existir. No es gratuito que su diario lleve el título Del ovario al absoluto, del cuerpo a la trascendencia del mismo yo. Este género de escrituras del yo donde se ubicaría Agnès, surge mucho antes, con la preeminencia del individuo que puede hablar con Dios y que podría empezar con san Agustín, Teresa de Ávila o incluso Ignacio de Loyola, ha llegado a nuestros días transformado en lo que se conoce como autoficción.

Para encontrarse con ella misma, Pozzi tiene que recorrer ese espacio vacío dejado por la persona ausente, ese “todo absoluto” que podía ser la piedra filosofal, pero que en ese entonces, en plena crisis de paradigmas religiosos, no deja de ser una inquietud para la autora, inquietud que se uniría a aquella de si existe separación entre espíritu y materia, también una respuesta a ese estigma del cuerpo como carga y única identidad para las mujeres: “¿El alma sería tal vez una especie de dirección, algo como un camino trazado por adelantado para los elementos que van a atravesar el cuerpo? ¿De manera que se detienen en un punto u otro, y uno acaba teniendo una nariz puntiaguda?”. En realidad, ella se escapa del discurso de su época a través de una astucia secular que hace que su mundo sea completamente terrenal y de carne y hueso.

 Agnès. Catherine Pozzi. Traducción de Manuel Arranz. Periférica. Cáceres, 2014. 64 páginas. 11,50 euros

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