Vidas perras
Los discursos racistas y el uso de las cuchillas es clasismo en estado supremo
Hace poco la BBC emitió un reportaje sobre la inmigración romaní en Inglaterra. Resulta estimulante que una televisión no se limite al análisis superficial. El equipo quería conocer la utilidad de la medida impulsada por el primer ministro, David Cameron, de pagarle el billete de vuelta a Rumanía o Bulgaria a esa población pobre y desplazada. La mayoría de los retratados en el reportaje volvían a sus países, al menos al país que se les atribuye porque otra cosa sería que lo consideraran suyo, y al poco regresaban a Inglaterra. Comerciaban con algunos productos antes de volver para mendigar en un país en el que tienen más posibilidades de sobrevivir. Si la medida de Cameron es estéril y patética, al menos alumbra una controversia interesante.
El asunto de las concertinas en la valla de Melilla no da ni para eso. El uso de cuchillas hirientes contra la emigración ilegal no es polémica decente para cualquier sensibilidad humana. Al político que se atreve a defender la instalación o escudarse en ordenar un estudio sobre el daño que causan, solo le espera la oligofrenia. Los fanáticos de Luis Buñuel habrán recordado el dilema de una de las escenas más esclarecedoras de Viridiana. Rodada en España en el invierno de 1961, el personaje de Paco Rabal ve pasar por el campo un carro a cuyo eje va atado un perrito. Esa no es vida para un perro, se dice, y termina por comprarle el perrito al carretero y liberarlo. Cuando ya lo tiene feliz jugueteando entre sus piernas ve pasar un carro idéntico con otro perrito atado por un cordel al eje de las ruedas.
Los discursos racistas y el uso de las cuchillas es clasismo en estado supremo, lo único que pretenden es sumar votos oportunistas. Lo tremendo es que la retahíla de las buenas intenciones carece de potencia resolutiva y no lo confiesa. Ante quienes ven cómo se degradan los espacios comunes y sospechan la subindustria de la mendicidad que acarrea la marea de desplazados, merecería la pena insistir en que no hay solución. De ahí el discurso miserable, que cala porque responde en diminuto, te salva a ti a costa de taparte los ojos. La escena de Buñuel permanece como un ejemplo de sinceridad perturba
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