Charada
A ningún magnate que entre en la cárcel, excepto al demasiado tonto, la ley le ha despojado de su antiguo botín
La lógica te hace imaginar que en esa jungla con barrotes denominada cárcel (los felices habitantes del reino de Inopia siguen creyendo que es el lugar donde van a parar todos los malos, y después al infierno) funcionan las mismas reglas que en la selva exterior, que está regida por idénticas relaciones de poder y que la mayor fuerza no precisa ser física ni mental, sino que te la proporciona el dinero, saber que todo está en venta. Y a ningún magnate que entre en ella, excepto al demasiado tonto, la ley le ha despojado de su antiguo botín. Todo debe ser más placentero, incluso en la cloaca, si continuas siendo el rey y con la seguridad de que tu tesoro seguirá intacto cuando la comprensiva ley decida que ya has purgado tu condena.
Se quejaba el pobre Roldán en la impagable entrevista que le hizo Millás de que todo dios metía la manita en las arcas del Estado y a él le tocó pagar como no ha hecho ningún otro. Es la forma de calmar a la plebe cuando el hedor que desprende el sistema resulta excesivo. La forma de cubrirse y de perpetuarse exige cada un tiempo razonable entregarle a la sed de justicia de la plebe a un delincuente con cierto pedigrí que cumplirá la función de chivo expiatorio, alguien demasiado notorio, imprudente o chulo. Y los niños dormimos tranquilos constatando cosas tan graciosas como que el que la hace la paga, que las manzanas podridas tal vez existan pero son escasas, que los ricos también son castigados si se portan mal, como Conde, Roldán, Roca, Díaz Ferrán, Bárcenas y pocos más.
Incluso a un sátrapa ancestral como Carlos Fabra la implacable justicia le condena a cuatro años de cárcel. Por evasión de impuestos. Ese fue único delito probado que sirvió para mandar a Alcatraz a un tal Capone, abanderado modélico del libre comercio, incluido el del crimen, que a veces se quejaba de la desmesurada nómina que debía pagar a políticos, jueces y policías.
A Fabra, hombre viejo y sabio, casi se le escapa una sonrisa al expresar en público sus racionales dudas de que alguna vez vaya a ser encarcelado. La bendita democracia ofrece recursos y apelaciones para socorrer a la inocencia. Y tampoco es tan cruel como para no respetar la senectud. No le hará falta suerte para eludir el trullo. Es suficiente con disponer de abogados competentes y amigos en deuda.
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