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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Catorce

Al terminar una nueva temporada de 'Gran Hermano' se percibe que el placer del experimento social televisado sigue vivo. Más que un programa es un síntoma

David Trueba

Ya no existen lugares en los que uno se encuentra con toda la sociedad representada. Dividida en departamentos estancos, se imponen cada vez más las clases de los viejos trenes. La desigualdad, que con tanto ahínco promueven los nuevos políticos europeos, devuelve el concepto de ciudadanos de primera y de tercera. Quizá el único sitio en el que la sociedad española en toda su amplitud convive por un rato es cuando acude al examen teórico de conducir. Una experiencia única donde, durante el tiempo del test, todas las capas sociales que a menudo se ignoran, se sientan en pupitres corridos. Por eso tienen cierto éxito los programas de telerrealidad, porque le ofrecen al consumidor la sensación de acercarle a un mundo que ya de otra manera no puede ver, constreñido a su rincón del ring en la pelea de cada día.

Al terminar una nueva temporada de Gran Hermano se percibe que ese placer sigue vivo. El del experimento social televisado. Aunque ha mejorado la organización del reparto y se ha sido más ambicioso en la búsqueda de personajes que en entregas anteriores, hay una cierta categoría previsible de concursante de Gran Hermano. Uno va por la calle o en el metro y se cruza a concursantes de Gran Hermano o aspirantes a delanteros de fútbol. Al menos, el prestigio del formato, verdadero buque insignia de su cadena, le obliga a mantener la aspiración sociológica, al contrario de Un príncipe para Corina, que ha tenido que tirar de candidatos sacados de agencia de figuración.

Catorce entregas son muchas y la fatiga que provoca el material humano exhibido es grande, pese a los esfuerzos de Mercedes Milá por tratar de reconvertir el espacio en un lugar formativo. Sus broncas a concursantes y familiares tienen algo de directora de orfanato, intransigente, pero con un corazón sensible y listo para acoger a mil perros abandonados. Gran Hermano es una máquina de reciclar jóvenes a la deriva. Más que un programa es un síntoma. Lo que falta es ambición para enganchar con uno o dos concursantes a esa enorme masa de televidentes que estarían dispuestos a seguir con interés tanta peripecia acalorada y hormonada, si renunciara a ser, cada año más, un gueto autorreferencial.

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