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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Debonair’

David Trueba

Hoy Cary Grant cumple años. 109 si no hubiera abandonado hace tiempo la cuenta. Desde que existió Cary Grant todos los hombres asumen una porción de fracaso, por más que triunfen: el fracaso de no ser Cary Grant. Su existencia es casi un agravio para el género, su personalidad cinematográfica puso el listón tan alto que nos pasamos la vida quedando por debajo. Ahora que se acercan las épocas de premios, donde se mide estúpidamente la interpretación en galardones, no está de más recordar a Cary Grant. Entre otras cosas porque jamás ganó el Oscar. El gusto de hoy se inclina hacia actores de motivación traumática y la intensidad se telegrafía con gesto mohíno, dicción entrecortada y una propuesta física evidente. No sé si se estudia a Cary Grant en las escuelas de interpretación, o quizá pasa como con los Oscar, que era demasiado bueno para caber en el plan de estudios.

Pero más allá del oficio es urgente reivindicar a Cary Grant ante la carencia de estética y elegancia que invade declaraciones, indultos, prebendas y saltos de políticos a la empresa privada. Cary Grant nació en Bristol, y aunque pobre como una rata, inventó su propia forma de aristocracia. Los anglosajones tienen una palabra para definir su ingrávida gallardía: debonair. Se pasó la vida en una pugna amarga entre sus matrimonios fallidos y el recuerdo de los mejores años compartidos junto a Randolph Scott, del que tuvo que distanciarse para no dañar sus carreras. Acabó entregado al LSD por recomendación facultativa, pero su vida real concede aún mayor valor a la capacidad de evocación de su personaje en las películas.

Creíble como héroe romántico, cínico empedernido, torpe superado, hábil manipulador, viril o apocado, todo lo lograba sin variar la raya del pelo. Hitchcock, fascinado por su ambigüedad, lo colocó al frente de sus películas más ambiguas. Pero quizá su olvidada grandeza interpretativa tocó techo en un instante de Historias de Filadelfia, cuando vestido de calle tiene que componerse en novio para volver a casarse con Katherine Hepburn. Le basta levantar el cuello de la americana y abontonarse con la zurda para entrar en el salón nupcial como lo que siempre fue, el tipo más elegante del mundo. Frente a la zafiedad, feliz cumpleaños.

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