A la caza
Admites que debe ser extenuante la heroica tarea de los monarcas, que sus manos estarán amenazadas por la tendinitis al tener que estrechar miles día tras día, que de tanto sonreír a su amado pueblo y a los mandatarios que les visitan se les puede paralizar la boca, que debe de ser horroroso tener que comer continuamente con desconocidos en los infinitos almuerzos y cenas que forman parte ineludible de su trabajo.
Imaginas que el rey de España posee infinitas razones para deprimirse además del cansancio físico y anímico que le deben causar esos rituales fijos. A saber: uno de su yernos es un presunto manguis, aunque, por supuesto, la esposa de este no tendrá que pasar por el plebeyo oprobio de tener que declarar en un juzgado sobre la presunta delincuencia que ejercía su marido, ya que la inocente Infanta vivía en el limbo y jamás cometió la ordinariez de informarse sobre el progresivo pastón que entraba en su dulce hogar; a otro exyerno le atacó un ictus cerebral, tal vez debido al excesivo agobio que supone figurar en tantos consejos de administración, o vaya usted a saber por qué, y años después se siente tan responsable de los lúdicos juegos de su niño Froilán que le permite divertirse en compañía de una inofensiva escopetita, y luego pasa lo que pasa. Es probable que el campechano Monarca, ese hombre justo y en posesión de la inatacable certidumbre de que todos somos iguales ante la ley, también se sienta triste porque los sombríos tiempos que vivimos han afectado al presupuesto de su pobre casa y no ha tenido más remedio que estrecharse el cinturón para dar ejemplo reduciendo en un excesivo y brutal 2% la asignación anual que le proporciona su amado pueblo.
Si John Huston se permitió el lujo de rodar una película en África con la única intención de eso tan opiáceo que debe ser asesinar elefantes (¿o se dice cazar?), es normal que el Monarca comparta esa adrenalínica pasión, que para olvidar pasajeramente que su desolado país corre peligro de quiebra intente serenarse en África metiéndole balazos a unos paquidermos que jamás le hicieron el menor daño. Pero disponer de un espíritu tan deportista y aventurero también implica el riesgo de que tus huesos se puedan quebrantar. Y la mala suerte se ceba con demasiada frecuencia en la anatomía del hombre que vela por la felicidad de los españoles. Sus piernas, sus brazos, sus ojos, sus caderas, sufren toda clase de accidentes a lo largo del tiempo. Sus súbditos vivimos en perpetuo sobresalto. ¿Qué sería de nosotros sin su irreemplazable figura?
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