Las hadas dan miedo en la cuarta temporada de 'True Blood'

ATENCIÓN: Spoilers de la tercera y cuarta temporada

En su inquietante y bellísima versión de Drácula, Francis Ford Coppola juega constantemente con la llegada de un mundo en el que los vampiros dejarían de tener sentido, un universo en el que la técnica haría imposibles los sueños y las pesadillas que comparte la humanidad desde tiempos remotos. En una de las escenas más brillantes de la película, aquella en el que el vampiro le dice a Mina “He recorrido océanos de tiempo para encontrarte”, Drácula entra en un cine y el espectador se queda perplejo ante ese choque de mundos: una criatura de otro tiempo con un invento que simboliza el siglo XX. La esencia de la serie True Blood, cuya cuarta temporada acaba de arrancar en Estados Unidos y llegará a Canal Plus en septiembre, se basa en esa paradoja, en introducir a seres de la tradición en gótica en nuestros tiempos.

Basada en las novelas de Charlaine Harris, la serie de Alan Ball (A dos metros bajo tierra) narra como, gracias a la invención de una sangre sintética, los vampiros pueden salir del ataud y del armario porque ya no tienen que asesinar para vivir (o para seguir muertos), aunque a veces sus deseos sean más fuertes que su voluntad. La serie cuenta con agrios detractores y con fanáticos incondicionales, entre los que se cuenta el autor de estas líneas. Pero incluso algunos talibanes de True Blood consideran que la serie a veces cruza extrañas fronteras. El primer capítulo de la cuarta temporada da cierto miedo y no precisamente porque los extraños seres que pululan por ella generen temor.

Al final de la tercera temporada descubrimos que Sookie (Anna Paquin) es un hada. Qué hace un hada en Bon temps, la población del bayou donde viven los protagonistas de la serie, es una buena pregunta. Una cosa es que haya vampiros –la tradición vampírica de esta región del sur de EE UU está muy arraigada-, semidiosas griegas, incluso tipos que se transforman en animales; pero la presencia de hadas empieza a resultar desconcertante.

Más allá de algunos delirios (que convirtieron a la segunda temporada en la peor de las tres estrenadas hasta el momento), el atractivo de True Blood reside en su capacidad para convertirse en una metáfora de la realidad, además de un estupendo retrato de uno de los lugares más atractivos cinematográficamente del planeta, el pantanoso sur del Viejo Sur y, en la tradición de Twin Peaks, concentrar en un pequeño pueblo todo un universo muy poco tranquilizador.

Al igual que ocurre con X-Men, hablar de vampiros le sirve a sus creadores para plantear temas que ojalá formasen parte de la fantasía, desde el clásico Romeo y Julieta (el amor entre vampiros y humanos no es precisamente sencillo, como tampoco lo es el del zote del pueblo con una mujer pantera) hasta el racismo. La dificultad para entender al otro, para que seres de diferentes mundos y épocas compartan el mismo espacio, el fanatismo, la tolerancia, los prejuicios, fundados o infundados, el miedo ante lo que no entendemos son los temas cruciales de True Blood. Y de nuestra sociedad. Como ocurre en toda su larga tradición literaria, desde su interminable muerte, los vampiros nos hablan de nuestra vida.