Cuando el terrorista es la estrella
Ilich Ramírez Sánchez nació en 1949 en Caracas (Venezuela). Hijo de un señor más Leninista que Lenin y de una señora a la que ni le iba ni le venía, pasó su juventud entre Londres y Moscú, y en la (largamente difunta) URSS recibió su primer bofetón, siendo expulsado de la universidad en 1970 por su comportamiento errático.
De allí viajó a Beirut, El Líbano y Cuba donde recibió formación militar y empezó a tramar su peculiar revolución, con un pie en la guerra de guerrillas y otro en la incipiente curva mediática que trataba de analizar el terrorismo y que Illich, más conocido como Carlos, pretendía aprovechar para su causa (no se sabe si por simple afán de notoriedad o por un delirante complejo de Maquiavelo).
El personaje, queda claro, nunca tuvo demasiadas luces pero si a finales de los ’60 parecía otro chiflado que no iba a ninguna parte sin una pistola y una foto del Ché Guevara, su carrera posterior le catapultó al (triste) Olimpo del terrorismo, allí donde figuran los visionarios que han querido transformar el mundo a base de bombazos, chantajes y tiros en la nuca.
El realizador francés Olivier Assayas ha visto en él la posibilidad de dibujar un díptico a medio camino entre el biopic y el thriller, donde conjuga a la perfección a los dos Ilich: el putero y chulo de barrio y el guerrillero obsesionado con su imagen pública, colgado de una boina y unas gafas de sol, construyendo al primer terrorista mediático de la historia.
Assayas ha dado luz así a un proyecto monumental (13 millones de euros son palabras mayores para una mini-serie) llamado Carlos (nombre de guerra de Ilich Ramírez, lo de El Chacal vendría después), en el que repasa dos décadas de la chaladura de un personaje de dudosa catadura moral, que habla de pasta y revolución sin que le tiemblen los ideales y que es capaz de matar sin parpadeos para luego conceder una entrevista sobre su dudosa misión divina (que en un principio era la liberación del pueblo palestino).
Para el papel (complicadísimo, para que negarlo) Assayas tentó a Bardem, pero el actor ya está a otra cosa y prefirió pasar. Como el español había dicho que no el directorfrancés optó por buscarse un clon. Éste se llama Edgar Ramírez, un intérprete venezolano que le ha robado la nariz a Bardem y promete ser un nombre importante si le dan las oportunidades que se merece.
Ramírez viste a Carlos de guerrillero cubano, seguidor de la causa islámica, perro de presa de los nacionalistas árabes, mercenario de altos vuelos, adicto al sexo, ligón de playa o viejo con fijación por librarse de sus michelines. Lo hace con clase, con estilo, con un cigarro en la boca (unos ochocientos pitillos debe fumarse el actor en las seis horas que dura el asunto) y la pistola al cinto. En árabe, francés, inglés, alemán y español sin que se le note especialmente apurado por ello. Si al principio uno tiene la impresión de que Carlos se le va a comer al final resulta que es él el que se acaba merendando a Carlos. Ramírez es, en suma, una bestia parda, un actor de fuerza brutal que es capaz de soportar cinco horas y cuarenta minutos de persecución cinematográfica sin achantarse en ningún momento: de rinoceronte de la revolución a gusano en el infierno sin perder ni un ápice de talento.
Assayas por su parte imprime un ritmo infernal a la primera de las tres partes de Carlos, aquella donde el revolucionario empieza a construir su leyenda de seductor-con-coche-bomba, convenciendo a la mitad del mundo de que es una especie de justiciero a lo Charles Bronson, una suerte de genio del marketing con gatillo.
La segunda baja algo el pistón y se convierte en un (descomunal) retrato geopolítico de los intríngulis de Oriente Medio donde facciones, hermandades y bandas armadas del tipo donde-dije-digo-digo-Diego se pronuncian absolutamente convencidas de algo un día, para pensar todo lo contrario al día siguiente, y así hasta el infinito. En este panorama donde es imposible no pisar los callos de los pies ajenos se mueve Carlos como pez en el agua gracias a un montaje magnífico y a una dirección sobria, sin aspavientos, empeñada en no perderse en el laberinto del terror.
La tercera parte es la más espesa, hasta viscosa si se quiere. Yemen, Nigeria, Libia… el desierto y sus sofocos son el ataúd en vida del terrorista más famoso de todos los tiempos hasta que se le cruzó un tal Bin Laden. Allí envejece, engorda y marchita el señor Illich Ramírez, convencido de que se lo van a cargar en cualquier momento, rodeado de tipos que le venderían por un paquete de donetes. En la podredumbre es donde Assayas deja claro que – a pesar de que algunos le hayan acusado de ser “demasiado imparcial”- su Carlos se destapa como un bicho decrépito al que la justicia le llegó tarde (pero le llegó). A día de hoy está pudriéndose en la cárcel, donde escribe libros alabando a su hijo adoptivo, Osama Bin Laden, y a su papá Saddam Hussein.
La mini-serie ha podido verse en el marco del Festival de series de Digital + (integrado en esta ocasión dentro de La Mostra de Valencia) y se emitirá -junio de este año- en tres sentadas por Canal + porque a ver quién se atreve a poner esto en el cine. ¿Seis horitas de proyección? (sumando sus descanso). Va a ser que no.
Por cosas como Carlos vale la pena seguir viendo la tele.
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