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¿Qué métodos de demostración matemática son válidos?

En la década de 1920, algunos matemáticos rechazaban uno de los métodos de demostración más empleados

L.E.J. Brouwer (a la derecha) y Harald Bohr (a la izquierda) durante el Congreso Internacional de Matemáticos celebrado en Zúrich en 1932
L.E.J. Brouwer (a la derecha) y Harald Bohr (a la izquierda) durante el Congreso Internacional de Matemáticos celebrado en Zúrich en 1932

Desde los antiguos geómetras griegos, quien dice matemáticas dice demostración. Una demostración es un razonamiento que, a partir de unos principios o axiomas que se consideran correctos, permite deducir un resultado o teorema. Las demostraciones son el pegamento que mantiene unidas las matemáticas. Pero, ¿cuáles son los métodos de demostración válidos? Es decir, ¿de qué formas se puede llegar de los axiomas a los resultados? Esta cuestión experimentó un giro radical hace exactamente un siglo. En los felices años 20, dos matemáticos, David Hilbert y L.E.J. Brouwer, discutieron la validez de uno de los métodos de demostración en boga (llamado reducción al absurdo) y con ello se internaron en el terreno de la filosofía.

Todo había comenzado más de tres décadas atrás. En 1888, un joven Hilbert había dejado boquiabiertos a sus contemporáneos al solucionar un problema algebraico (el problema de Gordan) de un modo tan novedoso que hizo exclamar al propio Paul Gordan, quien había propuesto el problema: “¡Esto no son matemáticas! ¡Es teología!” En lugar de buscar la solución del problema, Hilbert demostró que no podía no tener solución. Su prueba no era constructiva. Era existencial. No ofrecía directamente la solución del problema, sino que demostraba de forma indirecta que si no la hubiera, se produciría una contradicción.

Se trataba de un razonamiento por reducción al absurdo. Para demostrar que una proposición matemática es verdadera, se prueba que si no lo fuera, se deduciría una contradicción (un absurdo), por lo que ha de ser verdadera. El método, ya empleado por Euclides, no era aceptado unánimemente por la comunidad matemática.

La disputa confrontaba dos formas del hacer matemático. Por un lado, la visión constructiva, típica del siglo XIX, que forzosamente pasaba por la construcción del objeto matemático cuya existencia se quiere demostrar. Por otro, la existencial, una tendencia que se impondría en el siglo XX, y donde la palabra existir no tiene más significado que estar exento de contradicción. Las demostraciones existenciales informan de que en el mundo hay un tesoro escondido, pero no descubren su localización.

Brouwer mantenía que esta clase de razonamiento era responsable de las paradojas que asolaban las matemáticas desde finales del XIX. El matemático neerlandés se percató de que las demostraciones existenciales por reducción al absurdo se basaban en un principio lógico incuestionado desde que lo formulara Aristóteles: el principio de tercio excluso. Este establece que, para cualquier proposición matemática, o bien esta es verdadera, o bien lo es su negación, puesto que cualquier tercera opción queda excluida.

Así, el método de reducción al absurdo deduce la verdad de una proposición a partir de que su negación no puede ser verdadera. Sin embargo, para Brouwer, este principio no era una verdad filosófica y demostrar la falsedad de la negación de un enunciado no garantiza que este sea verdadero, como si no hubiera otra opción. Porque hay otra posibilidad: existen enunciados que no son verdaderos ni falsos. Por ejemplo, como no sabemos si la expresión decimal del número π contiene veinte ceros seguidos, Brouwer diría que la proposición “el desarrollo decimal de π contiene veinte ceros seguidos” no es ni verdadera ni falsa. Para este matemático, afirmar la verdad de un enunciado es dar una prueba constructiva del mismo, de manera que, si no podemos probar que π contiene o no veinte ceros seguidos, la proposición no es verdadera ni falsa a día de hoy. El principio de tercio excluso puede ser válido para un ser superior, que conociese toda la secuencia decimal de π de un vistazo y sabe si la proposición es verdadera o falsa, pero no lo es para la lógica humana.

En la década de 1920, estas dos filosofías de las matemáticas –el intuicionismo de Brouwer y el formalismo de Hilbert– lucharon por el alma de cada matemático, al tiempo que sus promotores se enzarzaban en una cruda polémica no exenta de golpes bajos, y que Einstein denominó “guerra de sapos y ratones”.

En 1921, el matemático Hermann Weyl, discípulo de Hilbert, publicó un artículo titulado Sobre la nueva crisis de fundamentos de las matemáticas, donde profetizaba el advenimiento de una revolución en la forma de hacer matemáticas de la mano de Brouwer. Hilbert comparó el asunto con un golpe de Estado por parte de un filósofo disfrazado de matemático.

Brouwer intentó reconstruir la matemática sin apelar al principio de tercio excluso, pero el resultado tiraba por la borda múltiples teoremas clásicos. Este precio demasiado alto determinó que la mayoría de matemáticos, incluso Weyl, terminaran distanciándose de la matemática intuicionista. Como decía Hilbert, quitarle al matemático el método de demostración por reducción al absurdo es como prohibir al astrónomo emplear el telescopio o al boxeador usar sus puños.

Carlos M. Madrid Casado es investigador de la Fundación Gustavo Bueno.

Café y Teoremas es una sección dedicada a las matemáticas y al entorno en el que se crean, coordinado por el Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT), en la que los investigadores y miembros del centro describen los últimos avances de esta disciplina, comparten puntos de encuentro entre las matemáticas y otras expresiones sociales y culturales y recuerdan a quienes marcaron su desarrollo y supieron transformar café en teoremas. El nombre evoca la definición del matemático húngaro Alfred Rényi: “Un matemático es una máquina que transforma café en teoremas”.

Edición y coordinación: Ágata A. Timón G Longoria (ICMAT).

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