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Extrema derecha
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El interregno y sus monstruos

¿Qué ha pasado para que hoy sea el ascenso de las extremas derechas el hecho político de mayor gravitación?

El presidente del Grupo PPE en el Parlamento Europeo, Manfred Weber, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen y el primer ministro Markus Soeder durante un mitin de campaña para las elecciones
El presidente del Grupo PPE en el Parlamento Europeo, Manfred Weber, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen y el primer ministro Markus Soeder durante un mitin de campaña para las elecciones, el 07 de junio de 2024.ANNA SZILAGYI (EFE)

Las elecciones que se llevaron a cabo el fin de semana antepasado y que dieron como resultado el parlamento más derechizado de la historia de la Unión Europea no sorprendieron demasiado. Ya es casi una década la que llevamos observando cómo, en distintos países del viejo continente, y también en el resto del mundo, crece la adhesión a partidos de extrema derecha. Si en 2016 el triunfo de Donald Trump produjo un remezón en las fuerzas progresistas y de izquierda a nivel global, en la actualidad, después de haber presenciado el asalto al Capitolio y el delirante concierto en el Luna Park del presidente argentino -por mencionar dos de las escenas más bizarras del periodo-, parece haberse agotado nuestra capacidad de asombro, aunque los arrolladores números obtenidos por la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en Francia, que duplicaron los del oficialismo liberal y motivaron a Macron a adelantar las elecciones y la debacle de la socialdemocracia alemana, que obtuvo sus peores resultados en una elección nacional, lograron, de todas formas, superar las expectativas.

Ahora bien, si miramos más allá de estos comicios y haciendo un poco de memoria recordamos que hace no muchos años atrás, a comienzos de la segunda década de este milenio, los fenómenos políticos que en distintos puntos del globo despertaban esperanzas en un nuevo orden eran los variopintos movimientos de indignados, la ocupación de Wall Street y la primavera árabe, es difícil no sentir algo de extrañeza con el curso que han tomado los acontecimientos. Más todavía en Chile, país en el que hace menos de dos años coqueteamos con la ilusión de iniciar el camino de salida del neoliberalismo y demostrarle al mundo que habiendo sido su cuna seríamos también su tumba. La pregunta, por obvia, no es fácil de responder. ¿Qué ha pasado para que hoy sea el ascenso de las extremas derechas el hecho político de mayor gravitación?

Por más que las contiendas electorales permitan medir el estado de las fuerzas en pugna, el crecimiento de derechas extremas en el mundo contemporáneo no es algo que pueda explicarse, ni única ni fundamentalmente, analizando el campo de la política institucional. No son las peleas “intra-derechas”, ni sus quiebres y desprendimientos, el factor determinante para entender lo que está pasando. Las causas que subyacen esta emergencia se fraguan en la agudización de las contradicciones que el modo de acumulación neoliberal ha engendrado -extremada concentración de la riqueza, incapacidad de los estados para asegurar el bienestar material de la mayoría de sus ciudadanos, aumento pronunciado de la desigualdad, crisis del orden internacional-, en el debilitamiento de la legitimidad del neoliberalismo tanto a nivel de elites como de masas, en la ineficacia de las izquierdas y progresismos a la hora de defender las condiciones de vida de las y los trabajadores y, en definitiva, de convertir la indignación en una fuerza capaz de orientar el curso de la historia en una dirección de mayor justicia.

No es arriesgado suponer que los sentimientos que movilizaron a quienes acamparon en la Puerta del Sol no distan mucho de los que mueven a quienes hoy dan su voto a Vox o a “Se acabó la fiesta” y no es antojadiza la hipótesis de que la frustración de las esperanzas que despertaron las nuevas izquierdas, críticas de la “tercera vía”, y que intentaron torcer la mano del establishment europeo y sus recetas de austeridad -pensemos en Podemos y Syriza- elevó las acciones de los intentos de signo opuesto y permitió que las extremas derechas se convirtieran en la voz de los injuriados por la globalización neoliberal.

Ciertamente este marco general tiene derroteros particulares. No es igual la experiencia de obreros europeos que han sufrido los procesos de deslocalización de la producción que la de jóvenes latinoamericanos que se dedican a la minería de criptomonedas y no han conocido el empleo asalariado formal. Pero asumiendo lo irreductible de las realidades regionales y nacionales, no es menos cierto que una suerte de desamparo ante las fuerzas del mercado, la globalización y el capitalismo financiarizado se vuelve común a muchas personas alrededor del mundo. La comparten los más de ocho millones de estadounidenses que perdieron sus casas en la crisis de 2008, los agricultores europeos que protestan porque no pueden competir con los productos importados y los jóvenes chilenos que cargan con millonarias deudas educativas. Muchos comparten también la conciencia de que los ganadores indiscutidos de este juego son las grandes corporaciones y las instituciones financieras. Y todo esto deja huellas en la memoria individual y colectiva.

No cabe duda de que nos encontramos en una situación paradójica: las contradicciones del neoliberalismo debilitan su legitimidad, pero no existe una fuerza alternativa capaz de ofrecer una salida y sostenerla. Ni las izquierdas, ni los progresismos, ni las derechas tradicionales ni las extremas, han logrado estabilizar un camino. Los triunfos de proyectos democráticos y populares recientes, como los de Gabriel Boric, Gustavo Petro, Lula da Silva o Claudia Sheimbaum, son contrarrestados por los contundentes resultados de Mileli, Bukele y las fuerzas de derecha y extrema derecha en Europa, en un partido cuyo marcador se disputa minuto a minuto.

El militante comunista italiano, Antonio Gramsci, desde la cárcel a la que fue condenado por el régimen fascista, hacía una aguda caracterización de la situación abierta tras la Gran Guerra que puede servirnos para pensar el presente: “La crisis -escribía por allá por 1930- consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Entre esos fenómenos morbosos, sin duda el fascismo era el que descollaba, el que había derrotado al movimiento obrero y tomado la conducción del estado. Y la morbosidad llegaría al paroxismo unos años después, con el ascenso de Hitler, la nueva guerra y los campos de exterminio que no sabemos si Gramsci alcanzó siquiera a imaginar.

En el presente atravesamos nuestro propio interregno: una crisis de hegemonía que no se ha resuelto y que obliga a las izquierdas y a los progresismos a elaborar una política adecuada a la gravedad del momento. Ya no sirven las recetas del pasado, de eso podemos tener certeza, pero sí un puñado advertencias constituye una herencia a la que no es razonable renunciar. Algunas de ellas: una izquierda que abandona la defensa del bienestar material de los trabajadores, la redistribución de la riqueza y la ampliación de lo público, que no sustrae las áreas más sensibles de la vida humana y social a las fuerzas del mercado, que deja en las manos de organizaciones paraestatales como el crimen organizado a franjas significativas del campo popular, le abona el camino a las alternativas más sombrías y monstruosas que la humanidad asustada es capaz de producir y aceptar. Algo de eso vimos en las últimas elecciones europeas.

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