Grigori Sokolov entusiasmó al Palau con su magisterio
El ruso dejó boquiabierto al publico, entre el que había muchos estudiantes de piano
Nunca se repite aunque toque mil veces una partitura. De hecho, es incapaz de hacerlo. Lo que hace único al colosal pianista ruso Grigori Sokolov (San Petersburgo, 1950) es que, cuando hace música, te deja siempre con la boca abierta. No solo por la perfección técnica o el brillo de la tradición de la escuela rusa que él mantiene viva mejor que nadie. Lo suyo es cuestión de carisma y personalidad, de grandeza y humildad ante el genio de los compositores que recrea. Lo volvió a demostrar el martes en su treceava actuación en el Palau, que coronó con seis propinas ante el entusiasmo del público.
A sus recitales acuden muchos pianistas en activo y docenas de jóvenes estudiantes de piano, solos o acompañados por sus maestros, que, además de pasarlo en grande, como todo el público, van a aprender del más grande. Y el martes, en su nuv cita en el ciclo Palau Piano, daba gusto ver a tantos jóvenes pianistas con la mirada absorta, siguiendo las manos del maestro, cuya digitación asombra tanto como su capacidad de dar a cada nota el valor y la intensidad justa, con un uso del pedal siempre bien mesurado.
Dedicó la primera parte a Wolgang Amadeus Mozart. Tocó tres obras bien contrastadas —el Preludio (Fantasía) y fuga, KV 394/383, la Sonata núm. 11, KV 331 y el Rondó en la mayor, KV 511— y lo hizo sin pausa entre ellas, encadenándolas de forma sutil y natural. De hecho, huye de los aplausos entre piezas y para cortarlos en seco, a pesar del asedio de toses y ruidos variopintos, sigue tocando para no romper la atmósfera de concentración y silencio.
Por encima del rigor de cuño barroco, en la Fantasía afloraron detalles de la imaginativa escritura mozartiana, pero donde Sokolov hizo maravillas fue en la Sonata núm. 11, subrayando el carácter bucólico y las innovaciones del Andante grazioso; tras un delicioso Minuetto asombró la riqueza tímbrica y precisión en el juego rítmico del Allegretto alla turca que cierra la pieza, conocida popularmente como Marcha turca, sin sepultar su encanto con vulgaridades efectistas.
En la segunda parte reinó la atmósfera romántica del Bunte Blätter, op. 99 (Hojas de color) de Robert Schumann, una colección de piezas que el veterano pianista recreó con variedad de acentos y frescura, jugando con colores, luces y contrastes de gran variedad expresiva, del lirismo más poético a la intensidad del Schumann mas fogoso y apasionado.
La velada, como es marca de la casa, acabó con seis propinas —dos de Brahms y el resto de Chopin, Rameau, Rachmáninov y Bach/Busoni— y el público, como siempre, aclamando al venerado maestro.
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