Oponentes o enemigos
Hay fórmulas jurídicas que, sin propugnar la impunidad, están previstas para cuando la pena sea notablemente excesiva. tienen grandes dificultades políticas y jurídicas, pero ninguna es imposible
Se oye frecuentemente que en España no hay presos políticos porque es un país democrático. Decir lo contrario indigna a la mayoría de la gente, que cree que eso es democráticamente inaceptable, ofensivo, injusto. Sin embargo, resultan necesarias algunas puntualizaciones, porque también cabe otra acepción del concepto de presos políticos. Según esta otra acepción, presos políticos no son únicamente los presos de conciencia o de opinión de los países autoritarios o dictatoriales, sino todos los privados de libertad acusados o condenados por la comisión de una conducta de motivación política, penada por la ley y condenada por un tribunal. Precisemos: penada por una ley emanada de un parlamento indudable e indiscutiblemente democrático y aplicada por jueces independientes sometidos únicamente al imperio de la ley.
En nuestro Código Penal los delitos políticos no están comprendidos con tal denominación en ningún epígrafe de ningún título ni capítulo, ni en ningún precepto concreto. Sin embargo, sí aparece dicha denominación en el artículo 13.3 de la Constitución, cuando, regulando los derechos de los extranjeros, establece que “quedan excluidos de la extradición los delitos políticos”. En el debate constitucional sobre este artículo, Solé Tura y Solé Barberá proponían la expresión “delito de motivación política” para referirse a los delitos excluidos de la extradición, fórmula que, como es obvio, no prosperó. Se puede afirmar que el concepto de delito político, y por ello de preso político, es un concepto exclusivamente criminológico, casi siempre vinculado a conductas lesivas de otros bienes jurídicos tutelados penalmente, como por ejemplo la autoridad desobedecida, el orden público alterado, las lesiones o los daños en personas o bienes, etc. Conductas, todas estas, previstas en nuestro Código Penal de la democracia, de 1995.
Cabe la reflexión crítica y democrática sobre si las penas impuestas sirven para algo o son contraproducentes
Luis Jiménez de Asúa, jurista histórico, indiscutiblemente democrático y republicano, sentó las bases para contradecir el criterio de que no hay presos políticos en un país democrático: “El delito político se perpetra por motivos altruistas, con ánimo de apresurar, de un modo más o menos utópico, el progreso político y social”. “Construir el delito político en base a concepciones democráticas y progresivas es la esencia misma de una correcta noción de delito político”. A partir de este criterio, afirmaba que los delitos más genuinamente políticos son la rebelión y la sedición. Y se apoyaba en Pacheco, autor principal del Código de 1870, para proponer su concepto liberal de delito político, basado en que no haya severidad en su castigo, por ser preferentes “otros modos de corrección”, políticos. Esta reflexión histórica es de necesario recuerdo en nuestros días.
Juristas actuales, como Llorca Ortega, afirman que los delitos políticos, en nuestro Código Penal actual, se concretan fundamentalmente, en los de rebelión y sedición, delitos contra la Corona y contra las Instituciones del Estado.
En resumen: el concepto de delito político, y por lo tanto el correlativo de delincuente político y el de preso político, es un concepto presente en la legislación española, aunque, con esa denominación, no aparezca explícitamente en la ley penal aplicable a los correspondientes hechos delictivos previstos en distintos preceptos. Con estas precisiones, y desde esta perspectiva, es correcto afirmar que hoy en España hay delitos políticos y presos políticos, algunos condenados por sentencia firme, irrecurrible, judicialmente irreversible. Pero, en todo caso, la denominación ahora es irrelevante.
Ahora ya solo cabe la reflexión crítica y democrática sobre si las penas impuestas son adecuadas, si sirven para algo o son contraproducentes. Esta reflexión conecta con la consideración del delincuente político como oponente o como enemigo. Históricamente era un enemigo y la pena tendía a su eliminación. Todavía hoy, la más reciente experiencia indica que tiende al escarmiento exacerbado, desproporcionado.
Parece que va llegando el tiempo de desjudicialización y de considerar al delincuente político como oponente
Pero lo judicialmente irreversible puede no ser irremediable. Parece que va llegando el tiempo del reencuentro y la desjudicialización, y de considerar al delincuente político como oponente con el que convivir, no como enemigo al que erradicar. Su castigo debería ser compatible con criterios de utilidad y proporcionalidad, fieles a la enseñanza de los maestros Pacheco y Jiménez de Asúa. Hay fórmulas jurídicas que, sin propugnar la impunidad, están previstas para cuando la pena sea notablemente excesiva. Una sería la reforma del Código Penal, corrigiendo las peligrosas imprecisiones del delito de sedición, que propician interpretaciones rebuscadas que dan lugar a condenas absolutamente desmesuradas. Otra fórmula sería el indulto parcial. Son fórmulas que no implican al Poder Judicial, fórmulas de desjudicialización. Aunque, obviamente, la desjudicialización es difícilmente creíble sin una pronta liberación. Por todo ello, estas soluciones tienen grandes dificultades políticas, jurídicas y parlamentarias. Pero ninguna es imposible.
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