El santo patrón del cine
Una reflexión del actor Willem Defoe que retrata a Román Gubern: “Lo mejor para mí es vivir mi vida como si fuera cine y hacer cine [escribir de cine, en su caso] como si fuera la vida”
Que un libro llegue a casa y lo devore no es frecuente. El ordenador, el móvil, el televisor que sirve las noticias amontonadas de nuestro pesar y los relatos de mis plataformas preferidas, Filmin la primera. Pero ante un nuevo libro de Román Gubern, este coloso de 85 años de la narración gozosa de la historia del cine y analista a la última de la sociedad de masas, de sus tecnologías y sus muchas anécdotas significativas y tronchantes, no hay más que hablar. He engullido las cien páginas de Un cinéfilo en el Vaticano, un pequeño gran libro de los Nuevos Cuadernos Anagrama, con glotonería. Porque es él, porque soy yo. Porque su olfato sigue siendo finísimo, en definitiva.
Le oí hablar de la Filmoteca Vaticana hace un montón de años, cuando le frecuentaba más por mi dedicación entonces al documental hurdano de Buñuel. Había decidido emprender una tesis doctoral y me fijé en la persistencia de Tierra sin pan, pero temía que la academia no aceptara una tesis centrada en un único filme y no me quería meter en berenjenales buñuelianos ni trazar panorámicas enormes sobre el género documental. Los académicos solían escribir una monografía de mayores, una síntesis de lo que habían trabajado durante años. Me fui a ver a Gubern a su despacho y le expuse el asunto. Recuerdo su veredicto como si fuese ahora: “Hay varias monografías sobre los dos primeros filmes de Buñuel y ninguna sobre el tercero. Adelante”. Salí más feliz que un ocho.
Tras mi investigación seguimos en contacto gracias a diversas citas del centenario Buñuel que nos reunió. En una ocasión, en Madrid, me habló de la Filmoteca Vaticana y con su verbo veloz, chispeante y un punto atropellado me sugirió que sería muy interesante hablar con el sacerdote barcelonés Enrique Planas, que la dirigía y de quien, por supuesto, él tenía el contacto. Me limité a mirarlo con sorna y, ante mi silencio verbal impertinente, avistó a alguien en otro grupo y nos separamos.
En este libro, tantos años después, lo explica. Cuenta una historia que para él empezó en 1990, en La Habana, y que finalmente publica precisamente ahora, cuando el imaginario vaticano triunfa en la ficción audiovisual y está de moda gracias a las series y pelis de ahora mismo a través de todas las pantallas habidas y por haber. Es el olfato Gubern, su prodigiosa nariz para husmear y poner negro sobre blanco aspectos significativos de la sociedad comunicativa de masas siempre en ebullición. Este hombre no es precisamente un neófobo (palabra de su invención o, quizá, su adaptador desde las lenguas que frecuenta). Al contrario. Sigue con pasión de entomólogo todas las novedades, las ama, las colecciona y mapea en su mente incansable. Es novedad que actores carismáticos como Jude Law y John Maklovich (en la serie de Sorrentino) y Anthony Hopkins y Jonathan Pryce (en el filme de Mereilles) sean papas en obras de dos cineastas de generaciones distintas, nacido en 1970 el italiano y en 1955 el brasileño, y tantos espectadores se rindan a sus pies.
No sé si el arrebatado Sorrentino conoce la anécdota que cuenta Gubern sobre la celebración del sínodo de los obispos africanos, que el Vaticano decidió que tenía que ser en Roma para controlar mejor a sus participantes: “Se inauguró con unas músicas y danzas típicas ejecutadas por unas negritas vestidas con pieles de leopardo y similares de las que luego supe que eran monjas que habían estado ensayando varios meses”. Se la brinda aquí. ¿Qué hacía nuestro hombre en el Vaticano? Lidiar con los expertos para decidir las listas favoritas de películas de la casa con ocasión del centenario del cine en 1995. Incluso se pensó en un santo patrón del cine, lo que no llegó a cuajar, en parte porque a Gubern se le escapó la cosa en una charla informal con Catalina Serra, periodista cultural entonces en EL PAÍS. La noticia fue recogida por diversos medios europeos y, ante la chanza que motivó, el Vaticano optó por correr un tupido velo y dejar lo del santo patrón.
Hay mucho de interés en este breve libro sustancioso. Me hace pensar en una reflexión del actor Willem Defoe que también retrata a Román Gubern: “He llegado a convencerme de que lo mejor para mí es vivir mi vida como si fuera cine y hacer cine [escribir de cine, en su caso] como si fuera la vida”. Salud, maestro.
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