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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El brillo de unos ojos

Estopa desarbola el Sant Jordi en una noche de fiesta en el barrio

Estopa en pleno concierto, ayer en el Palau Sant Jordi
Estopa en pleno concierto, ayer en el Palau Sant JordiJUAN BARBOSA

Hay artista estirados, lejanos, antipáticos y orgullosos, artistas que bien por muy feos o por demasiado guapos algunos querrían ver estampados, su fama y fortuna dilapidadas, sus canciones caídas en el olvido, sus discos cubiertos por el polvo y sus figuras arruinadas por el paso del tiempo y los hidratos de carbono. También los hay que generan indiferencia, como si no existiesen excepto para los suyos, un puñado más de arena en la playa para los demás. No es el caso de Estopa, que quizás no son unos artistas sublimes, originales o rompedores de esos de quienes en los documentales alguien afirman “hubo un antes y un después de escucharlos”, pero nadie les desea mal y a casi nadie caen mal. Son más transparentes que un vestido de organza, son los vecinos, el primo a quien sonrió la fortuna y un buen día se hizo famoso y hasta rico. Y así llevan 20 años.

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Veinte años que parecieron no haber transcurrido, pues los primeros acordes de Tu calorro desataron un griterío en el Sant Jordi propio de una primera vez, de cuando el grupo está en plena ascensión, tocado por la moda. Ocurrió lo mismo con las finales Cacho a cacho o Como Camarón o tras la segunda pieza, Vino tinto, cuando David habló para mostrar su pasmo y agradecimiento ante un hecho que se repite cada vez que presentan un disco. No hay óxido en su fuselaje, no hay aburrimiento en su público, no hay cansancio, solo alegría, entrega y empatía por esa pareja de tipos tan corrientes que sí, tienen más dinero que nunca, pero no lo ostentan como nuevos ricos e incluso son de esos cuya fortuna hace pensar que en el mundo aún queda un poco de justicia. Son de lo que casi no hay.

Porque aún son tan parecidos e ingobernables como cuando eran unos pardillos en un mundo desconocido. Tan es así que en el Sant Jordi rompieron los protocolos, y pese a que en el guion estaban previstas cinco alocuciones, los hermanos Muñoz no pararon de hablar con ese regusto de taberna con callos y carne adobada que hay en sus comentarios, el mismo que en sus canciones, en las que, dijo David entre risas “ahora no hay porros”. Y se volvieron a saltar las previsiones en el tramo acústico de los bises abordando una versión improvisada del Me’n vaig a peu de su admirado Serrat, en ese catalán híbrido hijo de la inmigración que gastan. Antes, en un concierto de más de dos horas, cayeron gran parte de sus éxitos rumberos y de las canciones de su nuevo disco, ocho de doce, cuya interpretación no supuso ningún bajonazo, aceptadas ya por el público.

Y la clave de todo ello se hizo visible en los ojos de David, brillando más que los focos del escenario, ojos de felicidad y entrega, ojos viendo su milagrito hecho una vez más realidad. Como para seguir pellizcándose hasta el fin de los días. Esos ojos como teas, esa mirada de barrio que a él se debe y a él le ata es la garantía de que hay Estopa para rato. Mientras el nexo con la que fue su realidad no se diluya, Estopa tendrá gasolina porque su público les seguirá viendo como iguales. No importa que su música no sea original, que ellos no sean prodigios y que el grueso de sus composiciones no destaquen por una musicalidad reseñable, ya que cumplen con el requisito esencial, son himnos de quienes pelean su cotidianidad a contrapelo. Son Estopa, una realidad tozuda, unos ojos brillando con igual intensidad veinte años después del estampido.

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