Soledad en tiempos de hiperconectividad
El dramaturgo Claudio Tolcachir dirige ‘Próximo’, en el marco del Festival de Otoño, en el Teatro de La Abadía
Claudio Tolcachir (Buenos Aires, 1975) se encontraba en Roma, a miles de kilómetros de su familia en Argentina, con su padre a punto se ser operado y con una hija gestándose en Chicago. Vivía la distancia con gran intensidad y las comunicaciones con sus seres queridos con gran entusiasmo. Sin embargo, a estas cercanía virtual le predecía el vacío cuando la pantalla se quedaba en negro. De esta experiencia nació la idea de Próximo, obra teatral protagonizada por Santi Marín y Lautaro Perotti que se representa en el marco del Festival de Otoño en el Teatro de La Abadía hasta el 22 de diciembre (entradas desde 10 euros). En el texto, el autor reflexiona sobre la soledad y los vínculos afectivos a través de la tecnología.
En el escenario, un argentino que se encuentra en Australia y un actor español que vive en Madrid desarrollan una historia de amor marcada por la lejanía física; poco a poco cada uno se convierte en lo único que el otro tiene en el mundo, pero siempre lejos, sin tocarse. “Cualquier acto de amor es un acto de fe y requiere de una valentía y una persistencia enorme. Eso es lo de lo que quería hablar en esta obra, más allá de la relación virtual y la relación de amor, es una historia sobre la insistencia”, cuenta Tolcachir, con voz pausada, sentado en una butaca sobre el escenario de La Abadía. Durante la obra, los dos personajes están juntos en el mismo espacio teatral, de modo que hay que construir la distancia. “Participar con la imaginación”, reflexiona el director.
Sin embargo, estos dos personajes hipercomunicados a través de un ordenador, pero rodeados a la vez de una enorme sensación de soledad, “jamás podrían encontrarse si no fuera por la tecnología”, dice. “Mi intención no es incomodar, es generar un hecho vivo. Que el espectador haga su lectura, no me interesa tanto cuando todos pensamos lo mismo. Me gusta cuando manejo un borde: cuando te da risa y a la vez te angustia. Que el público se vaya movilizado, menos prejuicioso”.
Tolcachir soñó con conocer la capital desde pequeño, pero su situación económica lo complicaba: “Hubo años en los que estaba seguro que no iba a ocurrir”, asegura. Aterrizó en Madrid por primera vez en 2005 para estrenar La omisión de la familia Coleman. La cosa iba para "dos o tres" funciones en la sala Pradillo, pero se prolongó. Desde entonces ha regresado cada año con textos como El viento en un violín, Tercer cuerpo, Emilia o Copenhague. “Me gusta mucho la liviandad de acá, los porteños somos más pesados, melancólicos y más enroscados. Aquí son más prácticos y directos”, afirma.
Para trabajar en España el director se asocia con la productora Producciones Teatrales Contemporaneas (PTC), que produce esta función. “Me preguntan qué tengo ganas de hacer y no siempre tienes esa posibilidad. Saben mucho, tienen gusto y nos queremos”, resume. Con el gremio actoral tiene un idilio: “Los actores españoles me parecen extraordinarios. Son trabajadores, disciplinados y muy abiertos a propuestas; como trabajar sobre la verdad y lo orgánico, el tipo de teatro que me gusta: vivo, accidentado, peligroso y no anquilosado. Más parecido a un partido de fútbol”.
Las raíces de Tolcachir son parecidas a las de esos genios de Sillicon Valley que empezaron a trabajar en el garaje de su casa familiar. “Pero yo no hice tanta plata”, matiza riéndose. Abrió junto a sus amigos del gremio la escuela-teatro independiente Timbre 4 en una casa en el barrio porteño de Boedo en 2001. Ese mismo año Argentina sufría una crisis económica devastadora: “Logramos convertir el dolor en acción. Que haya ido bien o mal no es tan importante. Hacer algo con tu enojo modifica la realidad. Armábamos las luces, los cables... Salíamos a protestar y luego ensayábamos”.
Tocalchir asegura no saber hacer otra cosa además de teatro. A su juicio este debe ser “atrapante, entretenido, profundo”. “Aburrirse en una función puede ser la cosa más horrible que te puede pasar”, señala. “El teatro queda como una ceremonia viva donde tienes que estar presente y apagar el teléfono. No es pirateable, y la representación de hoy no es la misma que la de ayer. Lo vuelve único”. Eso sí, cuando pisa Madrid, además de dirigir, no deja pasar la ocasión para “comer jamón, beber claritas” y pasear por los barrios de las Letras o Lavapiés.
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