Una cosa es vencer y otra convencer
La estrategia de tierra quemada que la derecha aplica para afrontar el conflicto catalán y derrotar al independentismo puede causar daños irreparables en el modelo institucional surgido de la Transición
Es un episodio estremecedor. Forma parte del relato de la rebelión militar de 1936 que ofrece Alejandro Amenábar en su última película, Mientras dure la guerra. En ella se narra el enfrentamiento entre Miguel de Unamuno, con su “venceréis pero no convenceréis”, y el fundador de la Legión, el general Millán-Astray, con su “viva la muerte”. Una vez que Franco logra encabezar la Junta Militar de Burgos y ser nombrado jefe del Estado, en el centro militar operativo se plantea el dilema de si ir sobre Madrid para conquistarla, o rescatar antes a los rebeldes sitiados en el Alcázar de Toledo. La primera opción es una forma rápida de ganar la guerra y restablecer el orden monárquico. La segunda implica alargar la guerra, pues puede dar tiempo a los republicanos para organizarse y recabar apoyos internacionales.
Con una frialdad pasmosa, Franco decide alargar la guerra. Y no porque el Alcázar sea un símbolo de propaganda valioso sino porque una guerra larga es lo que necesita para su verdadero objetivo: limpiar España de rojos y separatistas e instaurar un nuevo régimen. El sabor amargo que esta elección deja perdura mucho después de salir del cine con el ánimo por los suelos. Aunque la distancia entre ese episodio y la realidad política actual es, afortunadamente, sideral, permite una reflexión que sirve para el presente: en la lucha política, la elección de los instrumentos nunca es inocua y a veces prefigura el resultado.
Ahora que Franco vuelve a la actualidad, que el adjetivo “separatista” copa titulares y que aparecen políticos desacomplejados como la presidenta Isabel Díaz Ayuso —capaz de preguntarse si tras exhumar a Franco “se van a quemar iglesias como en el 36”—, vale la pena reflexionar sobre si la estrategia que la derecha sigue para afrontar el conflicto catalán pretende solo derrotar al independentismo o contiene una bomba de efecto retardado contra el modelo institucional surgido de la Transición.
Este modelo pretendía encauzar la integración de las nacionalidades históricas con una solución federalizante que debía desarrollarse. La Constitución de 1978 era suficientemente abierta como para permitir esa evolución. Cuarenta años después, no solo no se ha producido ese encaje sino que el conflicto territorial se ha enconado. Cada vez está más claro que José María Aznar aprovechó la mayoría absoluta de su segunda legislatura para dar un vuelco recentralizador de la Constitución. La forma en que el PP maniobró después para que el Tribunal Constitucional recortara el Estatut y las modificaciones legales impulsadas por Rajoy para dar poder ejecutivo al alto tribunal lo han expuesto a una subordinación política que ha minado su autoridad. Las tensiones internas que ahora vive son la consecuencia directa.
La erosión alcanza ya también de lleno al poder judicial. Dirimir en los tribunales cuestiones que deberían resolverse en el ámbito político traslada la lucha partidista al interior del poder judicial. Lo hemos visto en las obscenas presiones para poner y quitar jueces; en el uso espurio de la policía para perseguir a adversarios políticos; en las filtraciones interesadas de investigaciones judiciales de dudosa ejecutoria y el constante retorcimiento de los tipos penales para lograr fines políticos.
Si derrotar al independentismo exige forzar hasta extremos corrosivos la interpretación del Código Penal, lo que sufre es la legitimidad del propio sistema judicial. Lo mismo ocurre con la propuesta de una aplicación preventiva del artículo 155 de la Constitución. El mensaje que se emite con este tipo de estrategias es que el marco jurídico y los instrumentos pactados en la Transición son papel mojado, pues están al albur de la interpretación que el gobierno de turno quiera hacer. Y a nadie se le escapa que lo que sirve para derrotar al independentismo puede utilizarse también contra cualquier otra disidencia política.
La frustración de una parte importante de los catalanes al cegarse la vía constitucionalmente prevista, la de la reforma del Estatut, les ha abocado a una insensata fuga hacia adelante en la que también ellos han tratado de pasar por encima del marco constitucional, dañando el capital político del catalanismo. El recurso del soberanismo a la vía unilateral no ha sido otra cosa que la certificación por su parte de la ruptura del pacto constitucional. Si unos dan por roto el pacto y otros destrozan los instrumentos políticos que deberían encauzar una salida dialogada al conflicto, ¿qué caminos quedan? La política del todo vale para derrotar al adversario es una política de tierra quemada. Y además no resuelve los conflictos. A la corta o a la larga, vuelven a aparecer. Como sentenció Unamuno, “una cosa es vencer, y otra convencer”.
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