Morir solo en Madrid
A veces me pego a una de las paredes de mi casa y escucho al otro lado los movimientos de una persona que no sé quién es, aunque esté a un metro de mi cuerpo
Dicen que todos nacemos solos y morimos solos, y es cierto. Pero algunos morimos más solos que otros. En Madrid, cada cierto tiempo, tenemos la noticia de una persona que ha sido encontrada muerta, tras exhalar el último aliento en la soledad de su domicilio.
No tiene nada de raro morir solo en casa, a cualquiera nos puede pasar: un atragantamiento fatal con un maki, un resbalón en la bañera, un infarto fulminante mientras duermes. La cosa adquiere dramatismo cuando no solo morimos solos sino que nadie nos echa en falta durante meses y al final descubren nuestro cadáver porque empieza a oler en el descansillo del edificio o porque el casero ha entrado en el piso tras meses sin recibir noticias ni mensualidades del finado. Abren la puerta y allí está el cuerpo, tumbado plácidamente en la cama, o tirado en el suelo de la cocina. Y así, de estas formas tan cotidianas y anodinas, se acaban muchas vidas. Porque eso es la muerte: la nada.
Entonces no es que hayamos muerto solos, es que hemos vivido muy solos los últimos años de nuestra vida y ya nadie se acuerda de nosotros. Nos hemos convertido en superfluos, en muertos vivientes, en fantasmas, en seres invisibles que no se sabe si están aquí o solo habitan las brumas del pasado. Probablemente nuestro nombre no aparezca en una búsqueda de Google, cosa que es la inexistencia más palpable. Es triste cuando nadie nota nuestra falta, como cuando nadie nos hace likes. En uno de los últimos casos el perro del muerto le devoró el pie. Al parecer cuando dejas de oler, lo perros ya dejan de reconocerte como su humano.
Es increíble que una ciudad como Madrid, donde casi no cabe la gente, pueda generar tan grandes cantidades de soledad. Y me resulta muy misterioso cómo a lo largo de la vida las personas se van quedado más solas que la una. Si miras el Instagram de la chavalería aparece siempre en pandilla, van por la calle vociferando, todos en comandita, matándonos de envidia. Luego se convierten en ancianas que miran la vida pasar en un banco del parque, con la mente empañada de pasado, o en los señores-que-bajan-al-bar y toman un chato de vino mientras ven el fútbol cruzando algunas palabras con el señor de al lado.
Las familias ya no son extensas y ya no se convive con abuelos, tíos y primos. En los edificios apenas nos conocemos entre nosotros. A veces me pego a una de las paredes de mi casa y escucho al otro lado los movimientos de una persona que no sé quién es, aunque esté a un metro de mi cuerpo, y aunque si provoca un incendio probablemente me mate.
Un día somos nosotros mismos los que morimos, los que morimos solos, y cuando, meses después, entran en casa los vecinos por fin nos ponen cara, o lo que queda de ella.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.