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Vaho, los nuevos embajadores del amor juvenil

El sexteto alcalaíno de pop y rap se vale de las emociones a flor de piel para desatar pasiones entre un público entusiasta y bisoño

Vaho, en el concierto en la Sala Sol el pasado fin de semana.
Vaho, en el concierto en la Sala Sol el pasado fin de semana.CLAUDIO MONTERROSO

A principios de septiembre de 2018, en el garaje del ensanche de Alcalá de Henares donde llevan ensayando desde el primer día, los chavales de Vaho decidieron que había llegado el momento de disolver la banda. Acababan de romper con la cantante, los bolos eran una quimera y la esperanza no quería asomar por ningún resquicio. Solo a la caída de la tarde decidieron apretar los dientes y concederse una última oportunidad. A fin de cuentas, la música era su vida y alimento: el mismísimo oxígeno.

Justo un año más tarde, este mismo fin de semana, el sexteto complutense revienta la sala El Sol. Tres centenares de veinteañeros se arremolinaban en torno al icónico escenario de la calle Jardines, se desgañitaban con los temas del primer elepé y no perdían detalle con el estreno de los del segundo, que está al caer. Unas decenas más se desesperaban en la puerta al encontrarse con el cartel de entradas agotadas. Algunos se han tatuado el emblema del grupo en algún rincón coqueto de piel, otros recurren a títulos de canciones para bautizar sus estados del WhatsApp. A los 40 minutos de actuación, la nueva vocalista, Irene Peña, de 23 años, intenta dar las gracias a sus compañeros “por ayudarme y guiarme en este camino tan difícil”. Lo consigue solo a medias. Está tan emocionada, nerviosa y radiante que estalla en lágrimas. Es la segunda vez en toda su vida que se sube a un escenario (“si exceptuamos el salón de actos del instituto”). El público corea su nombre. Y sí, canta muy bien.

Madrugada del domingo. Nos encontramos en esas mágicas catacumbas que son los camerinos de El Sol, salpicadas de millones de rúbricas y garabatos por las paredes. A Irene, los guitarristas Gonzalo Purón y Juanjo Pozuelo, el batería Javier Merino, el bajista José Alberto Molero y el rapero Javier Vilanova les desborda la adrenalina. Sudan, se abrazan, sonríen mucho. Y se conjuran. “Después de esto, toca trabajar el doble. Seguir. Superarnos. Sacar el nuevo disco, volver a llenar El Sol, atrevernos con la Joy Eslava. Lo de hoy era una meta, pero ojalá que también el comienzo de algo más grande”. Habla Vilanova, al que todos llaman Vila; letrista, ideólogo y voz cantante, aunque unos y otros completan las frases como si fueran uno solo.

Irene ejerce de benjamín, pero tampoco es que sus compis, entre los 25 y 26 años, la aventajen en mucho. Es la noche más feliz de sus vidas, o una de ellas, y se lanzan a consumir agua mineral, alguna tímida cerveza y unas caladas de cigarrillos electrónicos. En la banda hay dos musicólogos, un par de ingenieros y un doctorando en biología molecular. Peña es auxiliar técnica veterinaria y se ha mudado junto a sus padres al minúsculo pueblito de Ribatejada, con la intención explícita de criar gallinas en el jardín y preparar tortillas con fundamento. Poco rocanrol para unas horas golfas en uno de los grandes templos noctámbulos de la ciudad. “¡Por eso lo nuestro es el pop!”, objetan al unísono. Y Vila resume: “Nos hemos criado con Pereza. Somos hijos de Love of Lesbian, Izal, Supersubmarina. Cada uno es de su padre y de su madre, pero con El Canto del Loco o La Oreja de Van Gogh hay unanimidad”.

Javier Vilanova garabatea poemas desde los 13 años. Siempre sencillos en la forma, siempre muy confesionales. “Soy un sentimental”, asume, “y para nada me avergüenza admitirlo. A veces me siento muy vulnerable cuando escucho al público cantando lo que escribí, pero no sirve de nada comportarte como una roca”. El guitarrista Juanjo Pozuelo, el más risueño de los seis (y autor, junto a Gonzalo Purón, de casi todas las músicas), cree que en esos mensajes honestos y directos radica gran parte del encanto de Vaho. “No buscamos palabras raras ni rebuscadas. Sabemos cómo llegar a nuestra gente y hablamos de lo que más nos importa a todos a estas edades”.

Y esa conexión generacional, claro, es sinónimo de amor. A veces turbio y atormentado, en ocasiones tierno y fraternal, casi siempre pletórico. Con algún recadito a las ex, de paso, pero sin maldad. Tampoco es cuestión de ir pisando charcos. “Nunca hemos querido abordar cuestiones políticas, por ejemplo”, refrenda Vilanova, que en eso se parece poco al también rapero Rayden, su paisano, colega y mentor. “Aquí hay gente de derechas, de izquierdas y de centro. No nos pondríamos de acuerdo. El público nos etiquetaría. Y, sobre todo, no quiero escribir con 26 años una canción de la que diez años más tarde piense: ‘Tío, no te enterabas, no estabas preparado”.

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Habrá tiempo de meterse en otras honduras, eso sí. Vila quiere hincarle el diente a temáticas más sesudas: el destino, la depresión, sus sensaciones al conocer el diagnóstico de cáncer a un allegado. La felicidad nunca es plena, ni siquiera para unos veinteañeros, una noche de sábado, tras triunfar en El Sol. “Mira, te contaré algo”, se arranca uno de ellos. “Soy militar. Me marcho de maniobras esta semana. Después de haber llenado una sala así con nuestra música, ahora me toca aguantar gilipolleces y tonterías…”.

Sus amigos le animan con un brindis de botellines. Todo se andará. En El Sol no perdían detalle los ojeadores de una multinacional discográfica. Y mientras las expectativas se cumplen, ahora toca fiesta hasta las tantas en casa de Gonzalo. “No hay sitio, pero sí colchones hinchables para todos. Y para los colegas que se apunten, que alguno habrá…”. Así se las gastan –bendita juventud- estos nuevos portavoces del amor entre la chavalería millenial.

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