Isabelle Huppert se corona reina del festival Grec
El público del Lliure en pie ovaciona a la actriz en el papel de María de Escocia
Isabelle Huppert reinó anoche con mucha, muchísima mejor fortuna que su personaje, María Estuardo, reina de los escoceses, decapitada malamente, es decir más malamente de lo habitual en esos casos (tres hachazos), el 7 de febrero de 1587 en el castillo de Fotheringhay. Su función en el Teatre Lliure de Montjuïc (que se repite hoy lunes) acabó con el público en pie, ovacionando a la actriz, que tuvo que salir cuatro veces a saludar. Y si no salió a hombros del Lliure es porque eso no se estila en teatro, aunque habría que planteárselo para faenas como la de ayer de la intérprete francesa. Huppert (París, 1953) se presentaba en el Lliure con el monólogo Mary said what she said,con dirección de Robert Wilson, como uno de los platos fuertes de la programación del Grec. Desde el principio de la velada, a la que asistieron numerosos representantes del mundo escénico catalán, especialmente actores y actrices, flotaba en el aire la sensación de las grandes ocasiones.
Mary said what she said, de Darryl Pinckney (que se ofrece en francés sobretitulado en catalán), es el testimonio de la propia malhadada reina de Escocia, extraído en buena parte de sus cartas, sobre su implicación en las más notables conspiraciones de su tiempo y en las tensiones políticas y religiosas (especialmente su rivalidad con su tía Isabel Tudor, Isabel I de Inglarerra “la virgen maquillada”, como se la describe en el espectáculo) que la condujeron finalmente al cadalso.
Wilson sitúa a Isabelle Huppert sola (a excepción de un breve momento en la que aparece un personaje especular) en un escenario inmenso y despojado, recortada contra una pantalla de colores sombríos en movimiento. Una música impactante y solemne de Ludovico Enaudi resalta en todo momento la acción.
La actriz, con un hermoso traje isabelino, inicia su actuación como una figura hierática, casi de kabuki, con el rostro en sombras, moviéndose imperceptiblente desde el fondo de la escena hacia el frente y declamando el texto como si fuera un ritual. Durante la hora y media de función, Huppert sigue con ese juego formal y geométrico como si estuviera en trance, introduciendo cambios de voz, risas (que recuerdan a una versión estremecedora de la Reina de Corazones de Alicia), gritos y movimientos coreográficos en una verdadera ceremonia actoral en la que demuestra un dominio prodigioso de su cuerpo. En un momento, lanza atropelladamente su texto convirtiéndolo en un virtuoso galimatías, una letanía imposible, y en otro se entrega a una inolvidable danza obsesiva, una verdadera danza de la muerte de la reina María que pone los pelos de punta, más aún con las luces frías como filos de Wilson, que en ocasiones convierten a la actriz en una sombra chinesca.
El texto que recita Huppert, yendo atrás y adelante y repitiendo obsesivamente varios fragmentos, va aportando datos históricos de la vida de la reina, de sus amores, de su cariño por Francia y su odio a Escocia (“tierra de orines de oveja”) y a Inglaterra, de sus juegos de poder, de su encarcelamiento, de su maternidad, o de la relación con sus damas de compañía, pero se convierte a la vez en un discurso de una enorme fuerza poética.
De fondo, siempre, claro, la sombra de la ejecución, a la que la reina hace referencias más o menos veladas, cargando de dramatismo la escena. Hay un momento en que cae el telón del primer acto en que resuenan tres fuertes golpes: los tres desafortunados hachazos que el verdugo Bull hubo de dar para separar del todo la cabeza de María.
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