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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ruido y la furia

El ciudadano concluye que el juicio, lejos de aportarle algo nuevo, le ratifica lo que ya sabía y temía porque se enfrentó a él habiendo determinado previamente quienes eran los buenos y quienes los malos

Josep Cuní
El cabo Gutiérrez reprocha al vecino que ha plagiado a Faulkner.
El cabo Gutiérrez reprocha al vecino que ha plagiado a Faulkner.

Acabado el juicio, ¿de qué hablareis? La pregunta era preventiva, no retórica. El espectador se la formulaba a uno de los periodistas que durante cuatro meses convirtió la retransmisión judicial en la base de los exitosos contenidos de su programa. El ciudadano no imaginaba su vida sin la dosis diaria de las deliberaciones paralelas a las que la vista oral sometía al procés. Y como si de un cine fórum se tratara, acabadas las sesiones, esperaba las reacciones televisadas para sentir avaladas sus convicciones formadas antes de que la justicia se pusiera la toga y declarara abierta la Causa Especial 20907/2017. Y así se fue indignando primero con los fiscales, con la cúpula de los Mossos después, con algunos políticos en medio y con la larga letanía de policías y guardias civiles al final. Y todo para concluir que el juicio se le había convertido en un círculo vicioso que, lejos de aportarle algo nuevo, le ratificaba en lo que ya sabía y temía porque se enfrentó a él habiendo determinado previamente quienes eran los buenos y quienes los malos. El prejuicio era él y el juicio su circunstancia.

Visto para sentencia, el caso que ha marcado la política catalana y española los últimos años deja una sensación de orfandad. Y a todas aquellas personas que lo han vivido con indignación primero y dolor después, ahora les toca esperar. E iniciar el período de preparación emocional para cuando llegue un veredicto que obligue a una reacción porque les han hecho creer que puede ser tan injusto como contundente. Aunque hoy esto nadie lo sepa. Ni siquiera el tribunal, seguramente, porque más allá de los reproches puntuales que se han vertido a su presidente por cortar de manera contundente algunas intervenciones de la parte con la que se simpatizaba, la sala ha de deliberar. Y si como se ha advertido, se pretende una sentencia unánime de los siete magistrados para evitar votos particulares que den más pie a recurrir al Tribunal de Estrasburgo, es obvio que estos necesitan un intercambio técnico y franco de opiniones que provocará discrepancias y obligará a reformulaciones, replanteamientos y deliberaciones que arrojen al pacto. Y así devolver a la política un procedimiento que la política no supo resolver.

Consta a algunos que, antes del inicio del juicio, esto era lo que el juez Marchena tenía más claro. Que a la Sala Segunda del Supremo le tocaba aclarar un entuerto fruto de la incapacidad política de nefastas consecuencias para todos. Y que ello llevaba implícito, con toda probabilidad, redefinir el delito de rebelión que figura en el Código Penal para adecuarlo a unas circunstancias distintas. O para negarlo precisamente por las mismas razones. Por eso, cuando Oriol Junqueras en su alegato final apela a volver al terreno político, siguiendo la estela marcada por su abogado defensor, o viceversa, señala el camino ineludible que deberá seguirse indistintamente del dictamen final de los magistrados. O cuando Dolors Bassa, mirando a la sala, le invoca a tener en cuenta que la sentencia puede ser el principio de la solución, no hace otra cosa que apelar a la responsabilidad que conlleva cualquier hecho. Y como lo dice quien ha tenido que asumir sus responsabilidades por ello, sabe que no hay actos sin consecuencias. Pasado pues el relevo, ahí queda el reto.

No obstante, e independientemente del capítulo final, las últimas horas nos han dejado una primera conclusión. Descartados por los defensores los delitos de rebelión, sedición y malversación, pero aceptando a regañadientes unos y abiertamente otros que la desobediencia era difícilmente rebatible, los políticos independentistas han acabado asumiendo que algo no les salió bien. O no quisieron o no pudieron hacerlo mejor. Y aunque sea como mal menor y esgrimido en legítima defensa, pasan a aceptar personal y políticamente lo que primero negaron y después remilgaron porque así lo han defendido sus abogados en su nombre.

Claro está que ello nunca debió comportar tamaña magnitud de la tragedia. Pero como dejó escrito William Faulkner, aquello que se considera ceguera del destino en realidad es miopía propia.

Fue Xavier Melero quien citó al escritor norteamericano. Lo hizo pasándolo por el tamiz de José Luís Cuerda, el director que en “Amanece que no es poco” (1989) convierte a José Luís Sazatornil, Saza, en cabo de la Guardia Civil del pueblo de Albacete donde un vecino ha plagiado “Luz de agosto”. Y le increpa con la frase nuevamente recordada y celebrada gracias al cine: ¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción la que hay por William Faulkner? El también Nobel de literatura replica a través de “El ruido y la furia” publicada hace 90 años: "Se puede ignorar el sonido durante mucho tiempo, pero luego, un tictac instantáneo recrea en la mente el largo desfilar del tiempo que no se ha ido".

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