¿La solución? Un algoritmo…
La “democracia representativa” y sus mecanismos de participación electoral, si las cosas van rutinariamente bien, tienden a un cierto aburrimiento ambiental. Las elecciones motivan o movilizan más en momentos excepcionales, como la Transición
Tres elecciones en tan pocas semanas, no es frecuente y, sin duda, ha sido una prueba para la paciencia de los votantes. Quizá es un momento para introducir esta idea en una perspectiva bastante más larga, y la hipótesis de partida es que la crisis, con sus diez largos años de duración, ha pasado factura a muchas cosas. Dos de ellas sobresalen por su importancia para la pervivencia de la democracia. La primera idea, formulada por algunos intelectuales a poco de comenzar la crisis, con sus devastadores efectos sobre muchas de nuestras sociedades europeas, es que había quedado seriamente tocado el principio de “contrato social”, y en todo caso su versión duradera de los cuarenta o cincuenta años anteriores a 2008. Era creíble: los daños causados a los sectores más vulnerables en Portugal, España, Grecia y algunas de las nuevas democracias del centro y el este de Europa fueron aterradores. La segunda es su impacto en los fundamentos de lo que damos en llamar “democracia representativa”, es decir la relación entre la gente y las élites políticas, el papel de las elecciones y la sensación de que hemos pasado pantalla.
En los momentos más tensos de los debates parlamentarios entre 1977 y 2000, uno no recuerda campañas electorales tan frívolas, agresivas, superficiales, como las que hemos visto recientemente. Que si zoofilia enseñada en las escuelas a niños/niñas de diez años, que si comidas con pederastas y asesinos, añadan lo que quieran. Es decir, nuestra democracia representativa ha quedado herida, todo vale, nada es ni cierto ni mentira. Los factores que explican esta degradación del núcleo del contrato social plantean una duda de fondo. La política actual, con sus redes, sus aplicaciones, sus tuits, sus Trump o Farage, presenta un aspecto tan desalentador porque en ello la han convertido las más agresivas élites políticas (y sus medios afines), o quizá es al revés. Este tipo de liderazgos es el reflejo fiel de la sociedad que los elige y a la que representan.
Ante un dilema tan desalentador, ¿qué cabe esperar? En primer lugar, que nos eduquemos todos en un mayor estoicismo, aquella tradición griega clásica que nos enseña a no esperar mucho más de lo que la realidad nos da, aunque sin renunciar a cambiarla (para mejor). En segundo lugar, recordemos que la gente, en general, es más reactiva que proactiva, y a base de decir barbaridades, las tres derechas, o las dos derechas muy de derechas y Vox, han despertado a muchos ciudadanos dopados por el aburrimiento ambiental. No, en Andalucía las elecciones autonómicas no crearon a medio millón de “fachas” y las proyecciones de las elecciones del 28-A en aquella autonomía y las de este domingo permiten pensar que ha habido una reacción social.
Pero luchamos contra un problema estructural de grandes dimensiones. El lenguaje de la política, de los políticos, se ha convertido -con algunas excepciones- en algo muy volátil, superficial, fragmentado, y basado en mensajes cortos (240 caracteres máximo), eslóganes repetitivos, en algunos casos con involuntarios destellos de imaginación. Por ejemplo, en la fachada de Génova (sede del PP en Madrid), una gran pancarta que ponía “¡hay partido!”, pero sin foto del líder, desde luego es algo imaginativo. O bien, una candidata en Cataluña tiene el mal gusto de subrayar la avanzada edad de otro de los candidatos (es un decir), y al día siguiente los asesores de imagen ponen a dicho candidato a jugar al futbol y al ping pong… ¿Qué programa tienen ella y él? Podemos describir en unas frases su programa “macro” en términos ideológicos (es decir imaginarios), pero poco sabemos sobre los planes de trabajo sectorial que tienen en términos de políticas concretas.
Esta sensación de que todo da igual, en términos de verdad o no verdad, no es algo que los electores, exceptuando los muy incondicionales ideológicamente, piensan que puedan cambiar, y en cambio siguen yendo a votar. La “democracia representativa” y sus mecanismos de participación electoral, si las cosas van rutinariamente bien, tienden a un cierto aburrimiento ambiental, las elecciones motivan o movilizan más en momentos excepcionales (la Transición) o percibidos como tales. Algún académico audaz sugiere, por ejemplo, volver a una nueva suerte de sufragio censitario, no para los votantes (que voten cuantos más mejor), pero sí para acceder al sufragio pasivo, para poder ser elegido. ¿Se imaginan? Un algoritmo -se llevan mucho actualmente- permitiría en unos segundos identificar y descartar en su caso a los candidatos claramente no aptos para ser elegidos. No quedarían muchos.
Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política (UB).
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