Diagnóstico acertado
Pedro Sánchez tiene razón: hay que escoger entre la convivencia, que une, y la independencia, que excluye
Este es un combate por el significado de las palabras. Todos los combates políticos lo son. Si manda quien decide qué significan las palabras, tal como le dice Humpty Dumpty a Alicia en el cuento de Lewis Carroll, el combate por el poder empieza con la toma de los campos semánticos, convertidos en campos de batalla.
Así ha sucedido desde el principio, cuando alguien imaginó y consiguió que la sociedad catalana se dividiera exactamente en dos partes enfrentadas, la de los que querían la independencia y la de los que querían la unión con España. Tan exitoso fue el proyecto, auténtica mercancía de importación, que muy pronto lo adoptaron incluso los enemigos de la independencia, que se sintieron fervientes y convencidos unionistas, cuando no eran más que obedientes y persuadidos unionistas.
Las batallas semánticas tienen la enorme ventaja de su carácter incruento, especialmente adaptado a la cultura digital, donde las guerras cibernéticas no dejan cadáveres. Buena parte de los combates políticos empiezan y terminan en ellas, pero sería ingenuo creer que no terminen produciendo consecuencias y lleguen incluso a convertirse en batallas y guerras efectivas con muertos y heridos. En Ucrania y en Crimea saben algo de estas cuestiones.
No es el caso de Cataluña, desde luego, donde la ciberguerra ha sido gloriosa y limpia desde el primer día y para algunos ha significado incluso la obtención de victorias virtuales que iban a convertirse por efecto de su poder persuasivo en victorias factuales. El carácter digital de los combates ha permitido incluso conceptualizar lo ocurrido entre septiembre y octubre de 2017 como un golpe de Estado posmoderno. Era una lucha por el poder y todo empezó por la posesión del significado de las palabras. Los insultos supremacistas de la ex presidenta del Parlament, Núria de Gispert, son las salvas con que el independentismo gasta la última pólvora que le queda. Pólvora del rey, como en todo el proceso, por cierto.
La ventaja de los combates semánticos es que cuentan con licencia para seguir una vez terminada la guerra. Sirven incluso para ocultarlo a los espíritus más trastornados por una victoria tan defectuosa y simbólica. También para mantener bien tenso el hilo de relato, de forma que los funambulistas puedan seguir exhibiendo que se sostienen sobre el vacío.
La convivencia, la de la paz a las calles, la de las libertades individuales, la de la tranquilidad a las madrugadas, no se ha roto de ninguna forma
Los frentes abiertos son muchos, precisamente porque ya no hay frente ni hay guerra. ¿De qué viviríamos entre tanto? El primero versa sobre la sociedad dividida, concepto que impugna uno de los mitos preferidos del nacionalismo, el del pueblo único y unido. La historia del proceso independentista es la del intento fracasado de construir una mayoría cualificada, social y política, a partir del catalanismo transversal que llegó a abarcar a la práctica totalidad de las fuerzas políticas. Había que hacerlo con sumo cuidado, siguiendo la metáfora ferroviaria de Artur Mas: el tren debía avanzar todo entero, aunque fuera a velocidad limitada, sin que en ningún momento se rompiera por la mitad. Las prisas, la radicalidad y los cálculos erróneos llevaron muy pronto a que la larga fila de vagones se partiera, pero la discusión desde hace unos meses versa sobre la idea misma de que se haya dividido e incluso sobre si son dos o tres los fragmentos. Con toda seriedad escuchamos voces que aseguran que no hay división, no hay fractura, no hay quiebra del pueblo unido y único, sino los meros efectos del pluralismo.
El segundo frente, muy próximo del anterior, está especialmente excitado por las ideas de Pedro Sánchez sobre la independencia y versa sobre la convivencia, situadas ambas en una disyuntiva especialmente molesta para algunos. Llevan toda la razón si situamos el listón en la trágica referencia histórica de la Guerra Civil, cuando no tan solo se rompió la convivencia sino muchas más cosas más, vidas, familias, patrimonio, el país entero. Basta escuchar el testimonio de muchas personas, especialmente los de más edad, con infancias todavía asustadas por la memoria más fresca y dolorosa de la Guerra Civil, para percibir que los hechos de septiembre y octubre evocaron el perfume ambivalente, lleno de esperanzas y de terrores, que conmovió a sus padres y abuelos.
Se puede decir con todas las letras. Esa convivencia, la de la paz en las calles, la de las libertades individuales, la de la tranquilidad en las madrugadas, no se ha roto ni por asomo. Si Pedro Sánchez quería decir eso, es evidente que anda equivocado. Habrá quien lo piense erróneamente o quien pretenda que lo creamos malévolamente, pero no es el caso del presidente del Gobierno. La convivencia que preocupa y que conviene cuidar es la que precisamente se opone a la idea de secesión como voluntad de seguir viviendo juntos, los catalanes secesionistas y los que no lo son, y todos ellos con el conjunto de los españoles.
Vista desde la idea de comunidad política, la república fraternal de libres e iguales, la de los republicanos auténticos, hay dos proyectos políticos que significan un peligro para la convivencia. Uno, el más visible, es el secesionista: se trata de construir una nueva comunidad política en Cataluña, aun a costa de que la mitad de los ciudadanos tenga que sentirse excluida. Otro, el más profundo y persistente, es el unitarista, duramente aplicado durante años y resurgido ahora precisamente al rebufo del anterior: se trata de reconstruir una comunidad política en la que la mitad de los ciudadanos catalanes, y probablemente otros, tenga que conformarse o marcharse sino quieren sentirse excluidos.
Tiene toda la razón Sánchez: hay que escoger entre la convivencia que une e incluye a todos y la independencia, la catalana y la española, que fragmenta y excluye.
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