Doble secuestro sin rumbo
Un desconocido que acababa de salir de prisión se llevó a punta de pistola a unos jóvenes en Getafe en una huida a ninguna parte que fue interceptada de casualidad por la policía
La atmósfera cómplice que se había creado esa noche en el interior del coche quedó de repente rota por golpes secos contra el cristal. Cuando la pareja se giró para ver quién tocaba con insistencia en la ventanilla vieron a un joven escuálido vestido con sudadera y capucha.
“Abrid”, les pidió desde el exterior el chico, que tenía aspecto de querubín politoxicómano.
Roberto activó el cierre centralizado de manera instintiva. Era de madrugada y por la calle no pasaba un alma. Esa noche de sábado volvía de trabajar en una cadena de restaurantes que le acababa de contratar. Al salir había recogido a su novia, Ana, y ahora, antes de que ella subiera a casa, cenaban algo en el coche aparcado frente a su portal. La aparición repentina de un fantasma los dejó helados.
El espectro era el de Ionuc Radu, un chico de 21 años al que la pareja no había visto en su vida. El tipo no se inmutó cuando escuchó el cerrojo. A continuación se levantó la sudadera y sacó del pantalón una pistola con la que apuntó adentro. Insistió en su amenaza golpeando el cristal con el cañón. Asustado, Roberto abrió el pestillo y dejó entrar a Radu, que se acomodó en la parte de atrás. Ahora eran tres en el coche y uno de ellos iba armado.
Desde el asiento trasero Radu le colocó al conductor el cañón de la pistola en los riñones, le ordenó que encendiera el motor y las luces y condujera con tranquilidad por las calles de Getafe. La pareja le ofreció todo lo que tenía encima (cartera, llaves, el coche...) para que la dejara libre, pero el muchacho ni si quiera prestó mucha atención. Les fue guiando por la ciudad madrileña hasta las inmediaciones del cementerio, un lugar apartado donde no les vería nadie.
Al llegar le pidió a Roberto que descendiera lentamente del coche con las manos en alto. En ningún momento, según recordarían después las víctimas en su declaración ante la policía, dejó de apuntarles con la pistola. A él lo llevó a la parte trasera del coche y le ordenó que se metiera en el maletero. Como se resistió durante unos segundos, le golpeó con la culata en la frente, lo que le provocó una brecha. Lo metió dentro y cerró de un portazo, aunque poco después volvió a abrir el maletero para quitarle los zapatos. Con los cordones le ató las manos a Ana, que permanecía paralizada en el asiento del copiloto. Intentó que ella se escondiera debajo de la guantera, pero no cabía, y acabó quedándose en el asiento del acompañante.
Radu se sentó en el asiento del piloto. Se tomó unos minutos para abrir las carteras y echarle un vistazo a la documentación de los chicos a los que acababa de secuestrar, a los que solo sacaba un año de edad. Si alguien se los hubiera cruzado en ese momento podría pensar que era un grupo de amigos que tramaba una noche de fiesta. Le costó encender el motor y meter las primeras marchas. Su torpeza asustó todavía más a sus pasajeros. Miró el depósito a medio llenar y entonces surgió una duda:
— ¿Este coche es diésel o gasolina?
— Diésel, dijo Ana.
— Fenomenal. Tenemos mucho camino por delante.
Ya sabía lo que debía repostar en caso de que lo necesitara. Ana le preguntó varias veces a dónde iban pero él no contestó. En una de esas ocasiones, según la declaración, Radu hizo una pregunta que habría de ensombrecer todavía más este viaje sin rumbo: “Por cierto, ¿quién queréis que muera primero?”. Roberto, impotente, escuchaba la conversación desde el maletero.
De repente sonó un teléfono móvil. Era el de Radu, que lo llevaba en un bolsillo de la sudadera. Alguien al otro lado del teléfono le preguntaba dónde estaba y cuándo iba a volver a casa. El chico contestaba con evasivas. Insistía en que estaba haciendo sus “cosas” y que no se preocupara por él. Colgó. De inmediato volvió a sonar y la conversación fue muy parecida. Acabó también de manera brusca. Cuando volvió a repetirse la llamada por tercera vez, ya no lo cogió. Dejó que saltara el buzón de voz.
La persona al otro lado de la línea era la novia de Radu, una joven que le había acogido en su casa de Getafe. Se habían conocido años atrás en la cárcel, donde él estaba interno y ella visitaba a otro interno. Formalizaron la relación a golpe de vis a vis. Ella le esperó hasta que él quedó libre el 1 de febrero, hace apenas tres meses. En este tiempo había estado muy pendiente de él, cuidándole, protegiéndole de sí mismo. Controlaba sus horarios y sus amistades para que no se metiera en ningún lío. Estaba dispuesta a formar con él una familia. Después de una relación tormentosa de la que había nacido una niña, ella creía haber encontrado por fin un hombre que la amaba y la respetaba, aunque a veces le colgara el teléfono de malas maneras.
Ella conocía los problemas con la justicia de Radu y no quería que volviera a hundirse en esa ciénaga. Según fuentes judiciales, el chico ha pasado por cuatro cárceles españolas. En los registros policiales le aparecen nueve antecedentes penales. Algunos delitos que cometió como menor se han borrado a ojos de la ley, como la agresión sexual a un niño de 11 cuando él tenía 15. Precisamente con 11 se metió en problemas por primera vez al atacar a uno de nueve.
Ella quería controlar esas pulsiones del hombre que amaba. Incluso planeaban comenzar una vida desde cero en Rumanía. Ese día, el pasado 6 de abril, la burbuja que creó a su alrededor comenzó a pincharse. En el bajo en el que vivían la chica, su madre, la niña de tres años y Radu no se produjo ninguna anormalidad. Fue una mañana cualquiera, en realidad fue la tarde lo que comenzó a torcerse. Alrededor de las seis, él salió a comprar golosinas a un ultramarinos chino a un par de calles de casa pero regresó rápido. Después ella lo mandó a comprar medicinas a la farmacia. El muchacho aprovechó el viaje para recoger en un locutorio los más de 200 euros que su padre le había enviado desde Rumanía, según un recibo que después le fue encontrado. Con ese dinero se fue directo a una tienda de armas de réplica con las que se juega al paintball, como han acreditado las grabaciones de una cámara de seguridad.
Acostumbrado a los especialistas que memorizan nombres de fusiles y ametralladoras, el dependiente se sorprendió al escuchar qué quería: “Quiero una pistola cualquiera, la primera que tengas”. Le dijo que quería una simulada, "para tener en casa". El vendedor trató de descifrar los deseos del cliente:
–¿De las que hacen pum, pum, pum y saltan los casquillos?
–De lo que sea, la verdad. Es para tener en casa.
–Las que tengo yo –continuó explicando el dependiente– disparan bolitas de plástico.
–¿Y cómo van?
–Esas van con gas y disparan bolas.
–¿Y también se necesita licencia para ellas? Yo necesito algo para tener en casa, por el tema de los robos...
–Sí, pero es que una pistola de bolita, asusta más un bate de béisbol.
–Eso es lo que me interesa la verdad– se abre por fin Radu, dando a entender que necesita algo que infunda respeto.
–No te entiendo. ¿Te interesa una pistola...?
-Una de balines.
Entonces, el dueño de la tienda sacó de debajo del mostrador la réplica de una Glock de 100 euros. Radu no se lo pensó mucho. Desde que entra hasta que sale no pasan más de cinco minutos. Pagó a toda prisa y se marchó con la pistola de mentira con la que atemorizaría a unos muchachos de madrugada.
Las siguientes horas las pasó en casa con su pareja y una amiga de ella en una especie de guateque para pocos invitados. Sobre la medianoche los tres bajaron a la calle a tomar el aire. Las mujeres se marcharon a dar una vuelta por la ciudad. Radu no quiso acompañarlas. Dijo que prefería caminar solo por un parque cercano. Le servía para despejar la mente. No tardó mucho en entrar en acción. A la primera mujer que se cruzó le robó el móvil de un tirón. Fue su bautizo criminal de esa noche. Tuvo que ocurrir sobre las 0.30, de acuerdo con los investigadores. Apenas 20 minutos después estaría golpeando la ventanilla de una pareja encerrada en un coche, que arañaba un cuarto de hora a la obligación de ella de volver pronto a casa.
Horas después un coche con los tres a bordo viaja en mitad de la noche. Radu hace hueco para el humor negro. Cuando supera algún bache que les hace bambolearse, pregunta en voz alta: “Roberto, ¿sigues vivo?”. A ella la trata con palabras cariñosas solo reservadas a los novios, chocantes en boca de un extraño.
Sin aparente rumbo fijo, Radu coge la salida 20, la que desemboca en la ciudad de Parla. Al fondo vislumbra unos destellos. Se trata de un control de alcoholemia de la Guardia Civil, colocado en la rotonda de John Deere, una glorieta coronada por un tractor. Frena de inmediato y apaga las luces. Los agentes del control se dan cuenta, desde lejos, de esas maniobras sospechosas.
La única salida que ve entonces es pisar el acelerador. Por las frenadas que han quedado marcadas en la carretera se sabe que llegó a alcanzar los 170 kilómetros por hora. A esa velocidad cruza por el carril libre que ha dejado la Guardia Civil, pero pierde el control y va a estrellarse contra un bordillo. El golpe revienta una rueda y quiebra el eje del coche. Aunque aturdido por el golpe, Radu deja el arma falsa y huye a la carrera a través de un puente.
Roberto y Ana (nombres inventados para preservar el anonimato de las víctimas) permanecen en shock en el coche. El impacto provoca que la bandeja del maletero salga volando por los aires y libere a Roberto, hasta entonces apretujado en la cajuela. Su reacción instintiva es coger el arma y salir con ella del coche, justo cuando unos guardias civiles se acercan. Fue un momento que podía haber acabado en tragedia después de todo lo que habían vivido esa noche. Los agentes se encuentran a un hombre armado que acaba de bajarse del coche que había intentado atropellarlos hace un instante.
El asaltante, mientras tanto, trata de escapar. La Guardia Civil dispara al aire para evitar que continúe su huida. Si a un lado de la carretera se había cruzado con la Benemérita, en la de enfrente lo hace con la Policía Nacional de la comisaría de Parla, que suele controlar esa salida por el robo de coches caros que prolifera últimamente en esa zona. Dos policías lo atrapan finalmente en la parte trasera de una gasolinera Shell, escondido tras unos matorrales.
Lo primero que hizo Roberto al sentirse libre fue llamar a su padre, un hombre que desde entonces vive con el corazón en un puño. La herida que ha dejado en la familia lo ocurrido es profunda. El propio muchacho en comisaría vivió una tormenta de emociones cuando trató de explicar lo que acababa de vivir.
Un policía que intuyó que podía estar experimentando sentimiento de culpa por haber abierto el coche cuando le apuntaban con la pistola o por no haberse resistido lo suficiente trató de cortar esos pensamientos en seco: “No le des más vueltas, has tenido la mala suerte de cruzarte con un loco”. El comisario de Parla, Javier Susín, cree que el motivo de retener a los dos muchachos tenía una finalidad clara: “La motivación sexual es una hipótesis más que plausible”.
A punto de amanecer, en una sala de interrogatorios, Radu se negaba a despejar el enigma. Quienes lo sondearon durante unas horas dijeron encontrarse ante un detenido con la piel más dura que un elefante. Los policías judiciales le preguntaron con insistencia qué pretendía hacer con esos muchachos, adónde los llevaba. Por qué hacer eso cuando en casa lo esperaba una mujer con la que tenía planeado empezar de nuevo, lejos de lo que lo había mantenido encerrado desde que apenas era un niño.
— ¿Por qué?
— No sé, necesitaba ir a algún lado.
El secuestro, un delito muy poco habitual
En Madrid se cometen muy pocos secuestros. La acción que llevó a cabo Iounuc Radu esa noche fue una detención ilegal, como ha estipulado la fiscalía, ya que para que sea calificado como secuestro es necesario que el perpetrador reclame algo a cambio de la liberación. Las cifras engañan. En 2018 hubo un incremento del 71,4% de los secuestros, pero se debe a que en 2017 se denunciaron solo siete casos. Un año después se perpetraron 12, cinco más. Casi todos los secuestros se deben a bandas de narcotraficantes que cometen lo que se llama secuestro exprés. Dura unas pocas horas y el único objetivo es hacerse con la droga de una banda rival o con el dinero para pagarla. De ahí que muchas veces no tenga trascendencia mediática e incluso que los propios implicados no acudan a comisaría a denunciar, según fuentes policiales. La tasa de criminalidad de Madrid (74,5 delitos por cada 1.000 habitantes, muy por debajo de urbes como Londres, París o Roma) la convierte en una de las ciudades más seguras de Europa.
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