El Palentino ‘hipsterizado’
Un buen bar no es un simple despacho de comida y bebida, sino un centro social
Casto tenía las cejas circunflejas como dos cuervos negros y el pelo blanco amarillento de un viejo roquero. Me daba algo de miedo, aunque luego fuera entrañable, pero ese aspecto de tipo duro le ayudó a resolver los mil entuertos se dan en una barra donde se sirve alcohol barato. El tío se hacía respetar.
Casto murió en febrero de 2018 y dejó huérfano a los feligreses de su bar, el legendario El Palentino, que hacía esquina en la gentrificada Malasaña. Cuando llegué a Madrid El Palentino me flipó por esa mezcla de lo castizo, lo canalla y lo cosmopolita. Y por los precios de las cañas y los pepitos de ternera. Los familiares no quisieron continuar con el negocio y la gente se puso triste por el cierre, aunque lo cierto es que debido a la masificación (habían tenido que poner un portero en la puerta) ya había perdido parte de su encanto.
Ahora El Palentino ha reabierto sus puertas bajo una nueva dirección que ya avisó en estas páginas, en entrevista con Pelayo Escandón, de que el bar no volvería a ser lo que era, aunque han tenido la buena voluntad de mantener el nombre del local, el logotipo, los pepitos, las cañas bien tiradas y ciertos homenajes al periplo anterior, como un cuadro que recuerda a la antigua y humeante plancha. Además de buena voluntad, digo yo, esta conexión con la leyenda también tendrá su punto de rentabilidad. La necesitan: el alquiler es de más de 10.000 pavos.
Fui el domingo y, en efecto, El Palentino ya no es lo que era. "Lo han estropeado", decía un curioso en la puerta. "Seguro que ahora los precios son el triple", decía otro. Los precios no son los de antes, aunque sí los mantendrán durante algunas horas a la semana, como guiño a la afición. Aunque el domingo, el nuevo Palentino hipsterizado tampoco parecía reunir al paisanaje de antaño.
El destino de un pequeño bar tradicional en una gran ciudad puede parecer algo anecdótico, sin embargo, los bares están desapareciendo en el centro de Madrid. Porque un buen bar no va de cañas y pepitos, no es un mero despacho de comida y bebida, sino un centro social donde hace piña la comunidad. Lo vimos con el cierre del San Lorenzo, el bar de Nemesio y Lola en Lavapiés, donde se juntaban peñas, parroquianos, grupos de baile o conspiradores secretos, y en la barra siempre había conversación.
Un buen bar permite establecer nuevas relaciones, compartir información, pasar la tarde arrullado por el fútbol, perder la vista durante horas en el vuelo errático de una mosca mientras se deglute una rodaja de chorizo. Los nuevos locales engañosamente llamados bares no son tales: en su ambiente aséptico y contemporáneo, tan propicio al postureo, es imposible que algo asombroso suceda, que nadie conozca a nadie: no se puede ver la vida pasar como un parásito, y los camareros ya no son psicólogos.
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