Así era Madrid cuando El Prado abrió sus puertas
"A todo el mundo se recibe, vaya en botas o alpargatas", escribió con disgusto el francés Prosper Mérimée
Soplaban vientos ilustrados desde el norte, y el rey Carlos III ("el mejor alcalde de Madrid") eligió el Salón del Prado, en lo que entonces eran las afueras, para impulsar una operación urbanística que equiparase aquel poblachón manchego, que no superaba aún los 150.000 habitantes a finales del siglo XVIII, al resto de capitales europeas. Se trataba de dotarla, entre otras cosas, de un espacio señorial a la altura, después de que el ministro Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, aplicase una batería de medidas para combatir cosas más urgentes, como la insalubridad urbana (aún se tiraban los deshechos con un cubo desde las ventanas al grito de "¡agua va!").
Fue la época en que la ciudad vio emerger su emblemática zona monumental, proyectada por el arquitecto Juan de Villanueva, desde la fuente de Cibeles (levantada entonces; también la de Neptuno) hasta Atocha, con lugares dedicados a la ciencia, como el Botánico y el Observatorio Astronómico. Había otro edificio, destinado en un principio a albergar el Gabinete de Historia Natural, cuya construcción interrumpió la Guerra de Independencia, y que había servido como cuartel de artillería a los ejércitos napoleónicos. Allí fue donde acabó emplazado el Museo del Prado, que abrió sus puertas el 19 de noviembre de 1819, un lustro después de acabada la contienda y con Fernando VII de nuevo en el trono.
Resulta cuanto menos dudoso que un monarca de esas trazas fuera el impulsor de idea tan vanguardista para la época como exponer al público la colección de pinturas de la Corona. Pero algo comenzaba a suceder en los primeros compases del siglo XIX que ni Fernando VII podía obviar: a partir de la apertura del Louvre, lo que hoy llamamos patrimonio artístico comenzó a resultar un emblema de prestigio (léase poder) para las naciones europeas (léase tronos). Todo envuelto en esa pátina de despotismo ilustrado resumida en el axioma "Todo para el pueblo, pero sin el pueblo".
El pueblo de Madrid, mientras tanto, trataba de emerger de la devastación, del desgaste anímico y material de una guerra contra el invasor francés (1808-1814) en la que hasta los niños se habían defendido a navajazos por las calles, y algunas mujeres a macetazo limpio desde los balcones (de entonces proviene la leyenda de la bordadora Manuela Malasaña, muerta en la jornada del 2 de mayo). El propio Salón del Prado había sido escenario de combates entre el pueblo y el ejército napoleónico.
Varios factores vinieron a converger en el nacimiento del museo. De una parte, esos aires ilustrados procedentes de Francia; de otra, la afición artística no de Fernando VII, sino de su tercera mujer, María Isabel de Braganza; de otra, que había mucho cuadro cogiendo polvo en las reales dependencias: hubo quien dijo —cuenta Isabel Tejeda, comisaria artística, investigadora y profesora universitaria de Bellas Artes— que "quería quitarse de en medio" unas cuantas obras, el monarca, por razones variables relacionadas con el espacio y con su (equívoco) gusto.
Según la Gaceta de Madrid del 18 de noviembre, la entrada al museo será para todos los públicos, y gratuita, "todos los miércoles de cada semana desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde". Lo cual se extenderá a los sábados (no festivos entonces) en la reapertura de 1828; la mayoría de visitantes aún son extranjeros. Interesante lo que escribía, ya en 1831, el célebre francés Prosper Mérimée, en L’artiste: "Yo desearía que no se enseñasen estas obras sino a los que puedan y sepan apreciarlas". Lo decía más bien por evitar a quienes entraban no para ver los cuadros, sino para "holgarse", pasar el rato, quizás incordiar... "A todo el mundo se recibe, vaya en botas o alpargatas". Pero: "como en los días que no son festivos las gentes del pueblo atienden a su trabajo", el "pequeño número de personas" que acude sí lo hace "para ver" las obras.
Decía el prólogo del catálogo del Prado de 1828: "Nuestro benigno soberano quiere que a cualquiera individuo del Reino, como al más humilde de la Capital, sea igualmente permitido excitar su capacidad si fuese apto para recibir las impresiones de la belleza". Muy generoso, tratándose de un soberano que, tras volver al trono al acabar la guerra contra Francia, dedicó toda su capacidad a excitar las impresiones de la Inquisición.
Esa entrada libre al público en domingos y festivos se establece en 1838. Entre otras cosas, para que los copistas trabajen tranquilos. Porque, a raíz de esa súbita pasión promocional de la pintura española, dos son los colectivos que pueden acudir al museo el resto de días (amén de los reyes e invitados), desde el comienzo: los extranjeros, sobre todo diplomáticos, que habrán de llevar a su país la publicidad correspondiente de lo visto, y los estudiantes: "Copistas que dibujan y que se mueren de frío en un edificio gélido donde apenas hay dos braseros los días de visita pública" –escribió el historiador Alfonso E. Pérez Sánchez–. Los suelos, de tierra, "se riegan en verano para combatir el calor y el polvo, y se esteran en invierno". También "se compra un catalejo para poder estudiar los cuadros", colgados de forma abigarrada, "unos sobre otros hasta esa altura próxima a la cornisa".
El objetivo esencial era enseñar músculo; que el mundo supiera del capital cultural de un país (léase Corona) que había tenido como pintor de cámara a Diego de Velázquez; y a Francisco de Goya hasta casi esos mismos días. "Había muy poca obra de Velázquez", explica Isabel Tejeda, más allá del alcance de la aristocracia y de la Iglesia, siendo "muy poco conocido en el extranjero". "En el momento en que se expone al público hay un cambio de paradigma absoluto. Cuando lo ven Manet, Delacroix...", el impacto será imponderable: "Influye, sobre todo, en el nacimiento del impresionismo".
"Es importante entender", explica la profesora, que el museo no está enfocado para otro tipo de público; no hasta ya avanzado el siglo. En el Prado, en 1819, los cuadros no tenían cartelas explicativas; solo un número que remitía al nombre de la pieza y al autor en el impreso con que podían recorrerse las galerías, dotadas con algo más de 300 obras en el comienzo, todas españolas.
Empieza a manejarse también por entonces el término connoisseur: el entendido. Los aristócratas, y sobre todo la burguesía, encuentran en la cultura una nueva forma de distinción del común, de conocimiento reservado a los iniciados. Pero, aun siendo esto así –cuenta desde Francia Pierre Géal, profesor de la universidad Grenoble Alpes–, el Prado tampoco fue "un espacio frecuentado únicamente por la élite culta" de la Corte. En los libros de visita de la época "vemos que hay forasteros que son artesanos, ebanistas por ejemplo", aunque "es cierto que el museo no hace ninguna pedagogía para facilitar el acceso del pueblo al arte".
Pero la mayoría del pueblo de Madrid estaba más bien en otras cosas: hubo, tras la guerra contra Napoleón, quienes se llevaron del edificio del futuro museo, a medio levantar, vigas de madera y otras piezas. No para decorar, sino para reconstruir sus casas.
La sala reservada a la 'indecencia'
Los copistas que frecuentaban el Prado en sus inicios, en su mayoría estudiantes de la Academia de San Fernando, no podían copiarlo todo. En 1827 –ha relatado Javier Portús, jefe de Conservación de pintura española (hasta 1700) del museo–, se recuperaron algunos cuadros en poder de esa misma Academia. Pero, según "soberana voluntad de Su Majestad" Fernando VII, "de ningún modo" debían colocarse "a la vista del pueblo" aquellos que "por razón de la poca decencia de sus objetos merezcan ponerse en sitio reservado". Las salas de desnudos eran una vieja costumbre aristocrática: a estas alturas, un anacronismo propio "del Antiguo Régimen".
Así nació la sala reservada del Prado, emplazada en la galería suroriental de la planta inferior (actualmente salas 64-67), adonde solo podía accederse con un permiso especial, con obras como Adán y Eva (Tiziano), Lot embriagado por sus hijas (Furini), Las tres Gracias, (Rubens)... Autores españoles no había: "Rara vez representaron desnudos". Duró hasta la entrada de José de Madrazo como director, en 1838. Según Portús, Mérimée "quedó encantado" con aquellas obras, pero "decepcionado por la, a su juicio, escasa indecencia" que encontró allí.
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