Pijoaparte vive ahora en el Raval
Decenas de jóvenes extranjeros buscan una vida mejor en el centro de Barcelona
El Rincón del artista es un bar apetecible, ya sea al salir de la clase de francés, de camino a la comisaría de Mossos (a ser posible, voluntariamente) o tras una noche dispersa en la sala Bagdad. El café sabe bien, sus camareros tienen una memoria prodigiosa y sus paredes son un fresco hiperrealista del artisteo nacional. Desde su posición privilegiada, en la frontera entre El Raval y el Paral·lel, cobija al turista y al local, al cliente corriente y al excéntrico.
Pilar Batlle ha entrado porque es el bar que más cerca le pilla del metro, a donde iba. En la barra, pide un bocadillo y un café con leche para Richard. El chaval la sigue silencioso a unos pasos de distancia, y mira a las cocineras cuando le preguntan de qué lo prefiere. “¿Te lo vas a tomar aquí?”, le recomienda Pilar, para que esté un rato tranquilo y en un sitio caliente. Él acepta y se sienta en una de las sillas de madera, sobre el mullido cojín rojo, junto a todas esas fotos de actores.
Los dos se acaban de conocer en la calle. Pilar, de 55 años, iba a una visita de trabajo cuando Richard, de 18, la ha parado para pedirle algo de comer. Las camareras le sirven en un santiamén. “Vigila con quién vas”, le insiste Pilar, de pie, a su lado, sin separarse de su pequeña maleta roja de trabajo de comercial. Richard asiente con la mirada clavada en el bocadillo gigante de jamón dulce. En una breve conversación, él le ha contado que vive solo, de ocupa, aunque tiene familia en Barcelona y los papeles en regla.
Richard podría ser cualquiera de los muchos jóvenes que pululan por el centro de Barcelona. Una gorra grande le tapa parte de la cara afilada y delgada, y le sombrea los pequeños ojos marrones. Carga una mochila de camuflaje y los tejanos le marcan los dos alambres que tiene por piernas. “Di que en España no hay trabajo”, me pide, mirándome de reojo, cuando interrumpo su conversación con Pilar, que hasta entonces espiaba desde una punta de la barra.
En sentido estricto, según lo que él le ha contado a Pilar, Richard no encarna las siglas de moda en Cataluña: no es un MENA, un Menor Extranjero No Acompañado. Tiene familia en Barcelona y nunca ha llegado a estar tutelado por la Generalitat, dice. Pero su vida, pidiendo comida a los 18 años a desconocidos por la calle y viviendo de ocupa, no es muy distinta de la del resto de jóvenes que llegan solos a Barcelona buscando un cambio a mejor en su vida y no acaban de conseguirlo.
Es lo que Manuel Vázquez Montalbán definió como el “malclasado de nacimiento” en su prólogo de 1985 a Últimas tardes con Teresa. El malclasado entonces era Manolo Reyes, alias Pijoaparte, el hijo menor de una mujer que limpiaba el suelo de la casa de un marqués en el municipio malagueño de Ronda, de donde escapó para triunfar en Barcelona. “Un chico guapo y despierto, con una rara disposición para la ternura y la mentira”, escribía Juan Marsé, que tras mudarse a una barraca en el Carmel se dedicó a robar motos, a buscar una novia que veranease en S’Agaró y a pasarse las horas “colgado en la barra de un bar del barrio chino”.
Los pijoapartes “malclasados de nacimiento” siguen existiendo aunque ya no vengan de Ronda, sino de Marruecos, de Bolivia, como Richard, de Argelia, de Pakistán o de cualquier otro sitio. Y el barrio elegido para perder las tardes sigue siendo el chino, aunque ahora se llame El Raval, donde muchos duermen al raso. A las motos, que se siguen robando y vendiendo por piezas, hay que sumarle la tentación de los móviles de mil euros o los relojes de lujo, y sus engañosas imitaciones, que lucen las muñecas de los turistas.
Lo de los robos es algo que menciona Pilar, le preocupa que un día Richard pueda cometerlos, si no lo hace ya, para salir adelante. Él la escucha en silencio, asintiendo con la cabeza. A ella no le enloquece salir en ningún medio, ayuda por ayudar, siempre que puede, sobre todo si le piden comida, cuenta esta mujer solidaria y feminista que intenta vivir fuera de la pantalla de su móvil, mirando a su alrededor y charlando con las personas, en el tren, en la calle o en un bar. Si explicar su encuentro con Richard ayuda a lo que sea, me dice, pues adelante.
Mientras Pilar y yo hablamos de Richard y de la vida, él va recogiendo su bocadillo y se levanta de la mesa. Admite que le incomoda mi presencia. “Pero hombre, hay que ser generoso”, interviene Pilar. No hay demasiado margen para el diálogo, Richard sale del bar murmurando que no quiere saber nada de periodistas. Ya en la puerta, con el bocadillo en una mano, aprovecha la otra libre para hacernos una peineta. El desplante del desconocido al que Pilar acaba de ayudar la deja con la boca abierta.
Espero que usted lector haya devorado ya Últimas Tardes con Teresa. Si no es así, suelte de inmediato esta crónica— se aproxima un spoiler severo— y vaya a por él a la biblioteca. Pijoaparte no logró escapar nunca de su “malclasado nacimiento” y perdió la batalla de la “cotidiana lucha contra la miseria y el olvido”. Al salir de prisión, dos años después, volvió a la barra de un bar donde alguien se lo contó: en su ausencia, la próspera Teresa Serrat lo descubrió todo.
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