Cuando Lorca llegó a Madrid
El Gobierno regional celebrará a lo largo de 2019 el centenario de la llegada del artista a la capital desde Granada

Cuando Federico García Lorca llegó a Madrid, en la primavera de 1919, iba camino de cumplir los 21 años, y todo lo que hoy rodea a la Residencia de Estudiantes, junto al Paseo de la Castellana, era exactamente campo. Un entorno hermoso, arbolado, donde los hijos de la élite progresista española, abanderados de la Institución Libre de Enseñanza, acudían para velar sus armas, departir con sus pares y recibir una formación de vanguardia en la España de entonces (allí dieron conferencias Einstein, Curie, Stravinsky...).
Allí comenzó a ser realmente él, alejado de una Granada que ya comenzaba a venerarle y a detestarle con paralelo entusiasmo. Allí fraguó amistad con Dalí y Buñuel –relaciones nada plácidas tampoco, a la postre–. Allí, en fin, protagonizó “los años más brillantes, más intensos” de la Residencia, tal y como recordó la secretaria del Patronato de la entidad, Alicia Gómez-Navarro, en la presentación ante los medios de comunicación del Año Lorca 2019, un programa cultural que el Gobierno de la Comunidad de Madrid (PP) desarrollará a lo largo de todo el año entrante para conmemorar la llegada del artista a la capital.
Cualquier pretexto es válido para vindicar la figura del poeta español más célebre de todos los tiempos, aunque, según el consejero de Cultura de la CAM, Jaime de los Santos, el compromiso del Gobierno actual con Lorca “va mucho más allá de una efeméride determinada”. También Lorca trasciende lugares concretos: como el consejero destacó, su obra es admirada literalmente en todas partes.
Las posibilidades que ésta ofrece son asimismo vastísimas; la agenda de actividades de este ‘año Lorca’ madrileño viene de nuevo a recordarlo. Conferencias, montajes teatrales, conciertos, exposiciones, recitales y proyecciones fílmicas homenajearán a lo largo de 2019 sus creaciones. No se agota el filón de una trayectoria artística prodigiosa, que durará siglos en la memoria colectiva pero que se fraguó en apenas dos décadas, hasta que fuera asesinado a los 38 años en su tierra natal, muy poco después de iniciada nuestra última guerra civil.
Diecisiete años antes, en 1919 –aunque él mismo ubicaba su entrada en la Residencia en 1918, no sabemos si deliberadamente–, Lorca llegaba a Madrid para estudiar, pero las inevitables asignaturas de Derecho y Filosofía y Letras eran como “ese terrible moscardón del aburrimiento” que “pone en los ojos puntas de alfiler”, como ilustraba él mismo al comienzo de su célebre conferencia Juego y teoría del duende. En la Residencia, contaba en ese texto, “he oído cerca de mil conferencias... Me he aburrido tanto que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación”.
No toleraba que su vida no estuviera consagrada las veinticuatro horas del día al arte. Por eso, en la Residencia escribía, leía, dibujaba, tocaba el piano, actuaba y hasta se disfrazaba, montando a veces con Dalí lo que hoy llamaríamos performances para el resto de residentes. Y en las calles de Madrid, en la libertad de aquellos años, podía quedar con veinte personas al mismo tiempo y no aparecer en ningún sitio, distraído por cualquier aventura imprevista. El año en que dejó definitivamente la Residencia de Estudiantes –que no Madrid–, 1928, fue el mismo de su primer éxito rotundo, el de la publicación del Romancero gitano.
El 13 de diciembre de 1919, Lorca dictó en la Residencia la conferencia Canciones de cuna españolas (que escenificaron en la presentación de Año Lorca 1919 las compañías Casa Incierta y Al filito de la silla). Decía ahí: “España es el país de los perfiles. No hay términos borrosos por donde se pueda huir al otro mundo. Todo se dibuja y limita de la manera más exacta. Un muerto es más muerto en España que en cualquiera otra parte del mundo. Y el que quiere saltar al sueño se hiere los pies con el filo de una navaja barbera”.
El 13 de julio de 1936, comiendo a las afueras de lo que era entonces el centro de Madrid, cuando todo aquello aún no era asfalto, le dijo a su amigo Martínez Nadal: “Rafael, estos campos se van a llenar de muertos”. Ese día tomó el tren a Granada. Nunca más volvería a Madrid.
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