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Deberes

Todos los partidos deben evitar que quien aboga por la xenofobia influya en la gobernación de Andalucía

Paola Lo Cascio
Un cartel de la campaña de la socialista Susana Díaz, en Alcalá de Guadaira
Un cartel de la campaña de la socialista Susana Díaz, en Alcalá de GuadairaPaco Puentes

Parece ser que se acabó la excepcionalidad española: un partido de extrema derecha ha entrado —y lo ha hecho con fuerza—, en unas instituciones democráticas, de la misma manera en que está ocurriendo en otros países europeos. En estas horas se suceden los análisis más o menos prudentes, más o menos rigurosos. Por las redes (en donde las distorsiones se vuelven virales), hay verdaderos concursos de atribución de responsabilidades o —aún peor, de culpas— del resultado de Vox.

Para llevar a cabo un análisis mínimamente riguroso falta tiempo y una digestión pausada de lo ocurrido. Los sociólogos electorales y los politólogos proporcionarán datos y espero que la interpretación de ellos esté libre de interferencias partidistas cortoplacistas ya que nos jugamos mucho como sociedad. Sin embargo, más allá de las razones de la irrupción de los 12 representantes de la extrema derecha, sí se sabe lo que quieren hacer, cuáles son sus valores y su programa político. Y esto ya obliga a reflexionar sobre qué hacer, y coloca deberes a todas las fuerzas políticas.

En el corto plazo, obliga a todos los partidos que quieran seguir definiéndose como democráticos y europeístas a evitar que quien aboga por la xenofobia y la regresión de los derechos civiles, quien niega la diversidad y quiere atacar el estado del bienestar y la fiscalidad redistributiva, pueda influir en la gobernación de Andalucía. Vale para las izquierdas, pero, sobre todo, para las derechas, que tienen que decidir si se quieren parecer a Macron —en su versión liberal—, o a Merkel —en su versión democristiana—, o a las derechas de los países del Este, que están desmantelando las garantías democráticas en sus estados y dinamitando la UE. Más en el medio plazo, obliga a todas las fuerzas políticas a repensar su papel, su manera de operar y su propia cultura política. Otra vez la interpelación para las derechas es crucial: ¿querrán liberarse de la influencia del aznarismo político y cultural, tan proclive —siendo suaves—, a tener una trayectoria más que zigzagueante en el compromiso con los valores democráticos? Es una cuestión importante: los inevitables y saludables cambios que se tienen que acometer para asegurar la pervivencia de un marco democrático tienen que contar inevitablemente con una derecha profundamente comprometida con ello.

También tienen deberes los nacionalistas periféricos y especialmente los independentistas catalanes. Se puede —dentro del marco de las normas democráticas— abogar por la separación de una parte del territorio, pero lo que no puede ser —a pesar de todas las evidentes excepcionalidades— es que mientras esto no se produzca (y a la vista está, que no se producirá en breve), se decida bloquear la gobernación dificultando la aprobación de unos presupuestos que se reconocen ser positivos para la mayoría social que más ha pagado la crisis. Todavía tienen un deber más: intervenir para limitar, aislar, marginar y censurar las narrativas que florecen abundantes en una parte significativa sus filas, según las cuales los resultados de Andalucía demuestran que los españoles son antidemocráticos de raíz y por ello hay que hacer la independencia. En definitiva: todo vale y cuanto peor, mejor. No, no vale todo. Y, cuanto peor es peor, siempre. No entenderlo, o solo tolerarlo, es de una irresponsabilidad que hace dudar seriamente de la solvencia democrática de ciertas fuerzas.

También hay deberes en el medio plazo para las fuerzas de la izquierda transformadora: que la justa determinación en activarse para frenar el avance de la ultraderecha no se resuelva exclusivamente en un cierre militante. Perder ahora la capacidad de imaginar horizontes amplios, inevitablemente compartidos, capaces de hablar a sectores diversos de la sociedad llevaría a una marginalidad letal para el conjunto de la salud democrática del país. No se trata de ser blandos, sino de pelear para que el rechazo absoluto a la extrema derecha y la reivindicación de la radicalidad democrática lleguen al máximo de personas y se consoliden como sentido común.

Y, evidentemente, quien tiene deberes —y muchos—, es el PSOE. Desterrar las malas prácticas que han llevado a la ciudadanía andaluza a identificar el socialismo susanista como una losa, aunque ello comporte una nueva convulsión interna. En realidad, el voto de Andalucía puede liquidar el plomo en las alas que hace ahora poco más de un año amenazó con destruir para siempre el socialismo en España. De momento, se recuperó por los pelos, gracias a sus militantes y a la ayuda de una osada moción de censura que otros empujaron mucho para ganar. Ahora toca no volver atrás.

Paola Lo Cascio es historiadora y politóloga

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