Soy rumana, pero procuro no decirlo muy alto
Desde el año 92 que llegamos, mi familia y yo hemos vivido prácticamente aislados del resto de la comunidad rumana
Siempre he dicho que llegué de Rumanía con seis años -en lugar de un mes antes de cumplir los siete- porque me daba la sensación de que eso me hacía menos rumana y que sería más aceptada en España. Que el interlocutor al que se lo estuviera diciendo no me asociaría directamente con los carteristas del metro, los ladrones de cobre, las prostitutas de la calle Montera y los mafiosos que se lucran con sus cuerpos.
Todo eso que constituye el estigma que se cierne sobre la población extranjera más numerosa de la Comunidad de Madrid. El Instituto Nacional de Estadística dice que ahora somos 163.402 , pero antes de la crisis llegamos a superar los 250.000. Y, a diferencia de otras nacionalidades como la china, la india o la pakistaní, los rumanos somos menos emprendedores y más de mimetizarnos con la sociedad.
Probablemente es el tipo de inmigrante que quiere Pablo Casado, de esos que levantan silenciosamente el país haciendo trabajos que los españoles no quieren y lo multiplican trayendo al mundo a los hijos que los españoles no tienen. Pero esta supuesta integración en el caso de muchos rumanos suele ser a costa de un sentimiento de inferioridad tremendo que les hace repudiar sus orígenes, sus tradiciones y a sus congéneres.
Desde el año 92 que llegamos, mi familia y yo hemos vivido prácticamente aislados del resto de la comunidad rumana. Algún amigo puntual, pero nada de formar parte de asociaciones de rumanos, de acudir a eventos culturales ni de participar masivamente en actos por mucho que Rumanía cumpla 100 años. Alguno irá, pero el resto se quedarán tranquilamente en sus casas en el corredor de Henares pensando que esto no va con ellos.
El origen es esa mentalidad, que durante el comunismo de Ceausescu se les (¿nos?) metió hasta el tuétano, de que Rumanía era un país del que había que escapar. Así que, igual que muchos españoles os quejáis de que tenéis un país de pandereta, si multiplicarais esa frustración por diez, podríais llegar a entender lo que piensan muchos rumanos de su país. Que seguramente tenga algo de razón, pero no deja de ser una parte de la realidad, dejando de lado una historia y una cultura riquísimas y una preciosa lengua que muchos hijos de inmigrantes se están perdiendo.
Pero más allá de cuatro chistes malos de "no me vayas a robar la cartera", yo no puedo decir que me haya sentido discriminada en España, ni mucho menos. Por fortuna o por desgracia mi fisionomía y mi acento al hablar no delatan mis orígenes. Así que que el día que decidí rebelarme contra este 'auto-estigma' y reivindicar la cultura en la que nací, empecé a ir por el mundo diciendo "Hola, me llamo Cristina, soy rumana y llegué a España con siete años".
Aunque tampoco sentí que tuviera mayor o menor impacto en la cabeza de mi interlocutor y entendí que, al fin y al cabo, cada uno se tiene que hacer cargo de su propia ignorancia. Si a alguien le apetece pensar que todos los rumanos somos de una u otra manera, pues allá él. Pero eso no debería hacer que nos desvinculemos de nuestra cultura ni que dejemos de celebrar el centenario de nuestro país.
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