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MADRID ME MATA
Columna
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La nueva Gran Vía

No es un buen lugar para pasear. O no lo era

Elvira Sastre

Hay algunas manías que detesto sobremanera. Una de ellas es la costumbre que tenemos todos de generalizar a la hora de analizar ciertos comportamientos sociológicos. He escuchado cientos de veces eso de: “la gente joven no lee”, “los adolescentes solo tienen tonterías en la cabeza”, “la poesía es un género minoritario que ni vende ni gusta”.

Sin embargo, tengo la suerte de haber ido a unos cuantos institutos a charlar con los alumnos y allí he descubierto que ese porcentaje mínimo que se desprecia a la hora de hacer ciertas generalizaciones, casualmente (o no), ha sido mayoritario en mis visitas. Me explico: la mayor parte de los alumnos son ávidos lectores cuyas agendas están plagadas de versos y, sin duda y por suerte, son adolescentes preocupados por temas sociales. Eso me hace pensar que el hecho de afirmar categóricamente un comportamiento excluye a todos los que lo incumplen y pueden llegar a cambiarlo.

Esta reflexión también me asalta cuando escucho eso de que vivimos pegados a los teléfonos móviles. Que es cierto, nadie lo duda. He estado en conciertos en los que era más fácil ver al cantante a través de la pantalla del de enfrente que mirando al propio escenario. También me he chocado con unos cuantos al cruzar un paso de cebra porque iban concentrados en sus teléfonos y he visto perros despistados en un parque porque los dueños estaban a todo menos a ellos. Pero el caso es que el otro día fui, después de mucho tiempo, a dar un paseo por Gran Vía. No me gusta. Recuerdo una vez hace años que tuve que coger a mi perro Tango en brazos para evitar que me lo pisotearan. Hay mucho ruido, poco espacio, demasiada prisa. No es un buen lugar para pasear. O no lo era.

Por primera vez, quise fijarme en la gente que paseaba por allí. Y no, no solo encontré gente enfrascada en sus teléfonos o sorteando peatones. Vi a una pareja de hombres de apariencia moderna que se besaban con un amor quizá fugaz, quién sabe, pero vivo. Estaban de pie, parados. Creo que para ellos la calle estaba completamente vacía y tenía el tamaño perfecto. Vi a un padre respondiendo todas las preguntas que le hacía una niña pequeña con la que paseaba de la mano, quizá las mismas que le responderá ella cuando él se haga mayor. Vi a una chica joven con cierta tristeza en los ojos que parecía sentirse segura entre tanta gente. Vi, también, una pareja de ancianos caminando ajenos al paso del tiempo.

Hoy el Ayuntamiento de Madrid inaugura la nueva Gran Vía madrileña. Entre otras cosas, han plantado unos árboles que auguran una primavera de colores; han colocado bancos para frenar esa prisa que nos invade siempre en las grandes capitales y para invitarnos a observar, solo eso, y a aprender; han puesto semáforos nuevos respetuosos con el medio ambiente; han agrandado la zona peatonal para que podamos caminar abrazados a nuestras parejas, a nuestros hijos, a nuestros abuelos. Y, no sé, de repente me apetece volver a pasear por la Gran Vía, esta vez con Viento, y enseñarle que algunos comportamientos pueden cambiar si nos dan las herramientas para hacerlo.

Madrid me mata.

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